BICENTENARIO DE LA PATRIA

12.09.2013 00:50

 

LOS VALORES ARGENTINOS Y EL BICENTENARIO DE LA PATRIA

raulcelsoar 30/04/2010 @ 11:12

Los valores argentinos y el bicentenario de la Patria

 

 

Los valores de los argentinos camino al Bicentenario

 

 

El taxista que me lleva critica ácidamente a los gobernantes. Usa todo tipo de apelativos para quejarse de la corrupción nacional y de la degradación moral. “Son unos sinvergüenzas”, repite. Acompaña su queja con gestos ampulosos y abundante palabrería. En gran parte estoy de acuerdo con lo que dice. Pero él mismo tiene mal calibrado el contador y cuando llegamos pretende cobrarme de más. Le digo que todas las semanas hago ese mismo recorrido por un precio mucho menor, pero él, con gran habilidad discursiva, pretende convencerme de que el equivocado soy yo. Posiblemente, ese mismo taxista sea uno de los que estafan a las jubiladas de los pueblos que vienen al hospital. Parole, parole…

 

Debido a este manoseo de las palabras, cada vez que uno escucha a un nuevo político que habla muy bien y que sabe denunciar estruendosamente lo que a todos nos molesta, surge interiormente la pregunta: “¿No será otro buen actor?”. Igualmente, cuando estamos escuchando a alguien repartir críticas y lamentos por la degradación moral que vivimos, espontáneamente lo miramos preguntándonos por dentro: “¿Y vos qué bicho serás en realidad?”.

 

Aquí es donde aparece la gravedad de lo que estamos viviendo, porque todo indica que sabemos muy bien lo que está mal, reconocemos lo que es detestable y oscuro, pero igualmente lo cometemos en nuestro propio ámbito. Manifestamos asco, pero también lo hacemos. Cuando llega la ocasión, recordando que otros lo hacen, nos preguntamos: “¿Por qué yo no? ¿Acaso tendré que ser el único desubicado?”.

 

Las excusas para obrar mal abundan y sobran, porque se ha desarrollado como el cáncer un falso sentido de justicia. Si creemos que los gobernantes se roban los impuestos que pagamos, entonces tenemos una buena excusa para no pagarlos. Después damos un paso más: si sospechamos que un empresario gana mucho dinero, le aplicamos el ideal de la austeridad –“debería ser más austero”– y así encontramos una excusa para no pagarle nuestras deudas. Tercer paso: si pensamos que alguien es más feliz que nosotros, consideramos que hay que repartir mejor los bienes, que hay que igualar, y eso nos sirve de excusa para robarle. Finalmente, esta capacidad de encontrar excusas se desarrolla de tal manera que nos sentimos justificados para hacer cualquier cosa, aunque no nos atrevamos a decirlo en voz alta.

 

Eso explica por qué hemos cultivado el morboso placer de leer el diario y ver los noticieros para enterarnos de algún hecho de corrupción; así podemos comentarlo y repetirlo “escandalizados” durante varios días. Porque ese hecho se puede agregar a la negra lista que nos sirve de excusa para cauterizar la propia conciencia. Interiormente nos justificamos pensando: “hay otros peores que yo”. Consuelo de tontos, bien tontos. De este modo, a oscuras, podemos seguir evadiendo impuestos, violando las normas, y engañando a otros para el propio provecho.

 

Quizás se produce alguna reacción positiva cuando nos convertimos en víctimas directas de la inmoralidad de otros ciudadanos, cuando nos sentimos utilizados, estafados, engañados, abusados, humillados o explotados, no sólo por los políticos o poderosos, sino por los iguales. Entonces podemos llegar a advertir que el descuido de los valores nos afecta también a nosotros y sentimos que sería deseable construir un mundo diferente, donde no tengamos que cuidarnos tanto unos de otros. Pero en algunos casos, reaccionamos mal ante estas experiencias negativas; lo que sufrimos nos lleva a cerrarnos más y a actuar de la misma manera que aquellos que defraudan nuestra confianza.

 

Por otra parte, para tolerar nuestra propia mediocridad, nos proyectamos en algunas figuras que se convierten en ídolos. Necesitamos tener alguien a quien idolatrar, porque es un modo de soportar la culpa y de evitar que la desilusión nos vuelva depresivos. En el ídolo proyectamos nuestros sueños y así olvidamos por un momento nuestra propia miseria. Por eso mismo, procuramos justificarlo para seguir creyendo en él y poder encontrar en su figura el propio sueño fracasado. Un mecanismo inconsciente nos lleva a olvidar lo malo. De hecho, el ídolo no suele ser una persona ejemplar por su moralidad, sino un destacado por su habilidad técnica o artística, resaltada gracias al marketing, o porque tuvo éxito en el extranjero e hizo famoso al país fuera de sus fronteras. ¿A quién le importa si en diversas ocasiones violó las reglas? El deporte, donde somos espectadores, y son otros los que logran los triunfos, nos hace sentir triunfadores sin haber hecho esfuerzo alguno; y si nuestro ídolo viola las reglas para conseguir un triunfo, lo perdonamos, porque es lo mismo que nosotros haríamos en una situación semejante. Cuando Carlos Menem era elogiado en el exterior por el supuesto “milagro argentino”, y ya comenzaban a hacerse públicas algunas de sus acciones corruptas, se había vuelto una muletilla decir: “¡es vivo el turco!”. Era una forma sutil de perdonarlo por poseer la supuesta “genialidad” de la viveza, aunque esto implicara una corrupción y un engaño que terminaron arrastrándonos a una tremenda crisis. Así los valores morales, en el imaginario social, se convierten en una cuestión propia de los seres insignificantes, sin relevancia pública. Si el ídolo es abandonado, se lo abandona sobre todo porque fracasó, no tanto porque fue inmoral. Otra habría sido la historia si se le pudiera atribuir un final notablemente exitoso.

 

Esto nos permite reconocer que el problema de nuestro país no es principalmente económico, y tampoco exclusivamente político, sino social, y más precisamente moral y espiritual. La cultura de nuestra sociedad, aunque posea muchos rasgos positivos, está marcada por algunas malas costumbres que se transmiten de generación en generación. Esto mismo hace que yo pueda criticar a un político, pero, si se diera la ocasión, aceptaría el dinero que él me ofrece para taparme la boca.

 

Es fácil advertir que en una sociedad que se ha vuelto viciosa de esta manera no puede haber un futuro muy promisorio, y que las etapas de recuperación serán siempre circunstanciales y pasajeras.

 

 

Los candidatos a suceder a los políticos, a los jueces y empresarios actuales, difícilmente obrarán de otra manera, aun cuando hablen muy bien, aunque sean sumamente críticos, y por más que sepan ofrecer un diagnóstico perfecto de los problemas actuales. Si se van todos, vienen otros parecidos.

 

Los nuevos rechazarán ciertos comportamientos sólo porque han estado al servicio de un proyecto o de una ideología que no comparten, pero tolerarán y disimularán esos mismos comportamientos si están al servicio del propio proyecto o de la propia ideología.

 

Reconozcamos, sin embargo, que la inmoralidad en la política es superior a la del común de la población, porque la trama cultural del pueblo no está tan corrompida como las estructuras políticas.

 

El problema es que, si alguien tiene alguna inclinación a la corrupción, al insertarse en una estructura política esa inclinación se convierte rápidamente en un vicio.

 

Pero ¿quién se preocupa hoy por ir más allá de la queja y comenzar a fomentar eficazmente los grandes valores de una sociedad sana? ¿Quién se ocupa de buscar los medios para promover la honestidad cotidiana, el compromiso con la palabra dada, la fidelidad, el sacrificio por el otro, el trabajo limpio? Si única respuesta que se nos ocurre es “nadie”, cabe preguntarnos quiénes deberían hacerlo.

 

 

 

Víctor Manuel Fernández