De medallas, premios y monaguillos.

22.09.2013 21:52
De medallas, premios y monaguillos.
Publicado el 06/05/2010 a 14:39
Por raulcelsoar
 

CHARLAS CON JACINTO

 

De medallas, premios y monaguillos.



 

-Jacinto, me dijeron que eras un buen alumno… tanto en la primaria como en la secundaria…

 

-Y sí… creo que siempre “un buen” en todo… pero sigo siendo un buen…

 

Sus ojos se pusieron brillantes por alguna lágrima que ya asomaba, en esa comparación entre sus recuerdos de la lejana niñez, y su realidad actual.

 

-¿Te premiaron con medallas no?

 

-Sí, las putas medallas, los perversos promedios, el mejor alumno, mejor en conducta, mejor en calificaciones, mejor en todo, menos en lo que yo quería…

 

-Bueno, pero eso de alguna manera te daba alguna satisfacción, o por lo menos alimentaba tu ego, eso supongo.

 

-Nada que ver… querer ser distinto y querer ser igual… sentirte manejado como una marioneta, siendo complaciente a esa conducción…

 

-Bueno Jacinto, no me vas a decir que no te gustaba lucir las medallas en tu pecho, y que eso te daba una cierta autoridad ante los demás.

 

Jacinto se puso más triste aún, y ensimismado, absorto en sus insondables pensamientos, retrocedía en el tiempo y en el espacio para narrar sus experiencias.

 

-El tiempo era el principio de la década de los sesenta… una década de cuyas revolucionarias consecuencias supe más tarde… -se detiene en sus pensamientos, o en su locutorio, para encender un cigarrillo, y mientras los dibujos del humo espiran ascendiendo e inundando el ambiente del agradable olor del tabaco, y mirando extasiado esas hélices  portadoras de múltiples venenos y tóxicos, se estanca en sus acostumbrados silencios.

  

-No pretendo me hagas una novela  de la década del sesenta, sino que te concentres en esa época de buen alumno, buen hijo, obediente, pero por sobre todo, con las exigencias de sobresalir, de ser exitoso, de ser el primero, el primero de la clase, el primero de lo que sea.

 

-Mirá, Homero, esas medallas me trajeron muchas angustias; de verdad que no las deseaba; los compañeros me adjudicaban sobrenombres como chupamedias, alcahuete, etc. Lo peor era la situación familiar. Mi madre tenía un Edipo no resuelto, supongo. Quería que su hijo, su primogénito, fuera la excelencia. A tal punto, que en una oportunidad, en un mes, en el cual perdí la medalla de mejor promedio, que la ganó un excelente amigo, fue a reclamar al colegio, para vergüenza mía.

 

-Es decir, que te presionaban para que obtengas esas medallas, que eran exhibidas  como un trofeo de maternidad responsable y aplicada.

 

-Si, tal cual. De todos modos yo mantenía un perfil bajo. No hacía alarde de las medallas, y si hubiese podido quitármelas y tirarlas en la plaza por la que transitaba todos los días, ten por seguro que lo hubiese disfrutado de hacerlo.

 

-Bueno, esa era tu decisión, ¿Qué te impidió hacerlo? Tenías tu propio orgullo, de sentirte el primero de la clase.

 

-Ahora sé que no era el primero. Que ese lugar en el podio no me correspondía.  Cada uno debe responder por los talentos con que fue agraciado. Y cada uno de mis compañeros así lo hacía. Tal vez, el que quedó en deuda con eso, solamente fui yo. Tenés que entender. Era un gran peso llevar esas medallas. Había compañeros con algunas limitaciones, pero que eran más honestos que yo. Eran tal cuales. Destacados en los ejercicios físicos, otros en solidaridad, los de más allá en padecer privaciones y tener acotados sus recursos económicos, -aunque yo no estaba en menos en esa situación-, pero quienes eran responsables de otorgar los premios, eran racistas, místicos, sórdidos, y se manejaban con parámetros imbuidos de una cultura gringa, hipócritamente católica, subterráneamente interesada.



 

-Bien, no te eches la   culpa, por cuestiones que se te impusieron – dije, tratando de animarlo.

 

-Tenía buenos compinches del barrio; chicos que provenían de familias de profesionales, de laburantes y de agricultores. Pequeños hombres, con una visión más cosmopolita del mundo circundante. Alumnos que tenían que hacer malabares para asistir regularmente a las clases.

 

-¿Porqué hablas de discriminación? ¿de segregación? – inquirí tratando de dilucidar la cuestión.

 

-Homero, -me responde- el caso más notorio, fue cuando seleccionaron al grupo, que sería instruido para ser monaguillos, acólitos, asistentes en las celebraciones litúrgicas. Todos los seleccionados, éramos de ascendencia gringa, descendientes de familias de inmigrantes; los criollos, morochos, o de apellidos dudosos, eran irremediablemente excluidos.

 

-Contame como fue eso

 

-Así de simple; un día leyeron la lista de los elegidos, en la cual figuraba yo, e inmediatamente comenzaron los cursos, que incluía un latín básico para poder responder a las invocaciones del cura celebrante. Vobis Bobiscum. Et cum spiritu tuo. Pero Omnia secual seculorum. Amen. Pater noster. Ave María, gratia plena. Confiteor deus omnipotentis.

 

-Soy de tu época, Jacinto, así que recuerdo esas celebraciones rituales, en las que la feligresía, no  entendía un pedo. Pero contame, ¿hubo un simulacro de ordenación cuando aprobaron el curso de monaguillos no?

 

-Sí. El religioso, hermano era su título, porque estaba consagrado, pero no había llegado a ser cura, y oficiaba, aparte de instructor de monaguillos, como sacristán, organizó un acto en una de las misas dominicales, donde se nos vistió con la ornamentación que usaban en esos tiempos, para la asistencia a las celebraciones; esto era: una falda roja, ceñida a la cintura con un rizado elastizado, la cual llegaba a los pies; un roquete   blanco, con puntillas y bordados, unas polainas del mismo color que la falda y de la capa que cubría al roquete. La ceremonia fue solemne, incluso con unos nuevos bancos encargados a propósito de ese evento.

 

-Bien monos se los veía entonces ¿porqué no recordar estas cosas con cariño y goce?

 

-Porque entonces monaguillo, también por esas fortuitas causas del destino, o por alguna causalidad que todavía  no descubrí, también me considerarían, uno de los más aplicados en la función. Creo que tampoco escapa mi madre, a que este reconocimiento, sea en gran parte propiciado, por su voluntad férrea, y el orgullo de tener un engendro de su vientre, en lo más alto de los altares y en las funciones más destacadas de la liturgia pre-conciliar.

 

-Otra vez estás culpando a tu madre, de tus propias decisiones ¿cuántos años tenías?

 

-Ocho o algo menos, cuando empecé con eso. Recuerdo que mi madre me despertaba por las mañanas, tipo seis de la madrugada, y así fuese un día claro, tormentoso, con heladas, intensas lluvias, me mandaba al templo, para cumplir con mi sagrado deber. Esto era tres veces por semana, hasta que pasé de categoría, y comencé a asistir los oficios dominicales. El hermano sacristán, nos pagaba un peso por misa, cuenta que rendía al fin de mes. También nos motivaba, con viajes, picnics y otras distracciones. Por lo general, nos encerraban en una jaula de un camión, y hacíamos kilómetros y kilómetros, para llegar al lugar de destino: alguna costa de los cuantiosos arroyos que hacen el paisaje de la región, con todos los peligros que ello implica.

 

-Bueno, no la pasaban tan mal. Eran un grupo selecto y privilegiado.

 

-Pertenecer a ese grupo selecto, derivó luego en otras cuestiones, de las que no tengo ganas de hablar ahora.

 

HOMERO ALCIBIADES RACETO

MAYO 2010