DR. SALVADOR MAZZA (II)

23.10.2013 00:10

 

DR. SALVADOR MAZZA (II)

Salvador Mazza

El doctor Salvador Mazza, médico sanitarista argentino, es una página destacada de la historia de la lucha contra el mal de Chagas.

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Salvador Mazza - La Misión

 

Por: Guillermo Marín
desechosdelcielo@gmail.com

El doctor Salvador Mazza es un personaje de un temple extraordinario, uno de los grandes científicos argentinos y sudamericanos. Era un hombre de mediana estatura (medía poco menos de un metro sesenta), lampiño, el pelo algo rizado, de ojos pequeños, achinados y con avanzada miopía. Sus labios carnosos y su nariz de soberbias proporciones, que sujetaban el marco negro y grueso de sus clásicos anteojos, le imprimían un aire de científico díscolo. Y era enérgico, tanto que encolerizaba a menudo cuando sus proyectos hacían agua por culpa de algún funcionario oficinesco. Por ejemplo, cuando intentó fabricar penicilina a muy bajo costo en el país y con la venia del mismísimo sir Alexander Flemming, sus colaboradores apenas si lograron arrebatarle lo que habían destrozado sus manos cuando supo que el rector de la Universidad de Buenos Aires dejó correr el rumor de un posible interés de perpetrarse para sí, un jugoso negocio. O de cuando recibió el espaldarazo de los funcionarios del ministerio de educación tras haber proyectado la creación de programas sociales sanitarios. Lo habían acusado de desprestigiar a la Argentina inventando enfermedades donde no las había. Aquello, claro, ahuyentaba a los inversores nacionales y extranjeros, a pesar de que, a través de cientos de trabajos de campo realizados en diversas provincias del norte argentino, Mazza logró registrar cerca de mil infectados con el mal de Chagas1 y otras tantas enfermedades infectocontagiosas.

 Salvador Mazza discurría por la vida con la velocidad de un tren. Si bien trabajaba hasta tarde elaborando informes o realizando autopsias al aire libre o en precarias tolderías, se levantaba apenas despuntaba el sol (sufría insomnio). Cuando llegaba al laboratorio central del Hospital Nacional de Clínicas (fue jefe de esa área durante tres años) lo primero que hacía era saludar a sus  ayudantes mientras les repartía un sin número de tareas, cuyo cumplimiento controlaba en forma estricta durante las largas jornadas que pasaba sobre el microscopio. Miguel Jörg, uno de sus principales colaboradores, dijo muchos años después: “Era un tipo muy ambicioso y muy verticalista en el trato. Incluso, un poco militar. Había que trabajar con él como soldado. Era un chinchudo, pero también un hombre racional y sensato”.2 Pero su áspero verticalismo no le impedía ir saltando de país en país (viajó en varias oportunidades tanto al continente europeo como al  africano), de pueblo en pueblo; en tren o en avión, o sobre el lomo de una mula calzando botas y sombrero de explorador. Salvador no podía quedarse quieto un instante. Hizo construir un vagón de tren al que llamaron E600 dentro del cual instaló un complejo laboratorio y con el que viajó miles de kilómetros llegando, incluso, a Brasil, Bolivia y Chile. Concibió todo eso bajo el respaldo de la M.E.P.R.A (Misión de Estudios de Patología Regional Argentina); un instituto científico emplazado en las afueras de la provincia de Jujuy, cuyo símbolo distintivo era la imagen de una vasija indígena y que bajo sus órdenes cumplió, durante veinte años, tareas tanto asistenciales y de cirugía como de extensión universitaria. La Misión…fue pensada junto con el bacteriólogo y Premio Nobel de medicina, Charles Nicolle, quien entusiasmó a Mazza, en una de sus visitas al país, sobre la creación del Centro. Nicolle, con su mejor acento francés, le dijo en una oportunidad a Salvador: “Aquí, en este remoto punto del país, deben ustedes fundar vuestro instituto y evitarán así que el fárrago de la metrópolis, con sus intrigas e intereses dominantes, ahogue el propósito de la institución y desvíe a los hombres de su empeño”. El francés no imaginaba entonces que la M.E.P.R.A., a pesar de haberse posicionado como uno de los centros de estudio de las enfermedades tropicales más significativos de la época, iba a ser disuelta por cuestiones presupuestarias el 16 de mayo de 1959, mediante una resolución del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, perdiéndose así, gran parte de los preparados e informes científicos más importantes de Sudamérica y que, tras la muerte de Mazza, aquellas observaciones que había elaborado durante toda su vida, se extraviaron o fueron rematadas por su viuda, acaso, como decíamos, una pérdida irreparable para la historia de la enfermedad del Trypanosoma Cruzi.

 A pesar de la velocidad con la que el doctor vivía, tuvo tiempo para enamorarse. Y como en un abrir y cerrar de ojos ya se encontraba casado, con las maletas hechas y subido con su esposa al tren sanitario. El destino: una científica luna de miel.

Detrás de toda misión

 La mujer que lo acompañó durante toda su vida se llamaba Clorinda Brígida Razori. Había nacido en la localidad de Rosario en 1890. Una vez concluida su instrucción primaria Intentó estudiar en el magisterio la carrera docente, pero su padre, quien programó un viaje de placer a Europa, que se extendió durante un año, malograron, acaso sin razón, aquél íntimo deseo. Clorinda tenía una extraordinaria voz de soprano, de modo que la joven, quien además hablaba un perfecto inglés, francés e italiano, moderaba las tertulias en la intimidad de los hogares familiares con sus dotes vocales. Pues, estaba mal visto que una mujer de clase media, poseyera y desplegase en público, semejantes condiciones artísticas. Su biógrafo, Andrés Ivern asegura, en una escueta semblanza de 1988, que el matrimonio Mazza había logrado conseguir una honesta y fructífera relación, a pesar de la aspereza del carácter de Salvador. Hay una anécdota que lo describe sin restricciones: durante su casamiento con Clorinda, quien le llevaba a Salvador unos veinte centímetros más de altura, unos de los profesores de Mazza de la universidad, le dice a la novia: “Yo, a tu marido, le voy a enseñar ciencia; vos tenés que enseñarle educación”. Clorinda fue su amante, secretaria privada (era la encargada de tomar y revelar las fotografías no científicas y de atender la correspondencia anterior y posterior a las reuniones que tenían lugar en la M.E.P.R.A) y eficaz colaboradora. Es a ella a quien Mazza debió, en gran medida, su monumental obra científica. No tuvieron hijos, los biógrafos tanto de Salvador como de su mujer no hacen referencia alguna acerca de la descendencia de los Mazza. Pero podemos intuir que en los treinta y dos años vertiginosos que compartieron, hubo algo clave en esa unión: ambos sintieron una conexión intelectual fuerte, comprometida, donde acaso la motivación amorosa tomó la forma de la razón, y sobre todo, la de la pasión por la aventura de la investigación.  A pesar del egocentrismo que al doctor Mazza le endilgan sus colaboradores, quiso a Clorinda a su manera. Salvador combatía el vértigo de la desazón de su prédica sanitaria apoyándose en su mujer. Clorinda, por su parte, encontraba en Salvador razones suficientes para darle sentido a su propia existencia y, en definitiva, a las pautas matrimoniales que ambos eligieron y sostuvieron hasta que la muerte repentina de Salvador debió separarlos.
 
 Salvador Mazza nació en la ciudad de Rauch, provincia de Buenos Aires, el 6 de junio de 1886. Tanto su padre, Francisco Mazza, como su madre, Josefa Alfise, habían llegado de Palermo, Italia, durante la gran oleada de inmigrantes que pobló la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX. Francisco, junto con un socio, abrió una pequeña fábrica de soda, lo que le permitió a su primogénito y único hijo seguir estudios universitarios. El niño Salvador heredó de sus padres la religión católica (hizo la escuela primaria en un colegio Salesiano del barrio de Almagro), la disciplina y la tenacidad en el trabajo. Tras su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires, ingresa a la facultad de medicina en 1903. Siete años más tarde, obtiene su título de médico y la incorporación inmediata como ayudante rentado del laboratorio del Instituto Nacional de Bacteriología (hoy Instituto Carlos Malbrán) bajo las órdenes del profesor Rudolf Kraus. Todo ello resultaría vital para la formación del recién egresado. Kraus, quien contribuyó en el desarrollo de la vacuna antirrábica (fue considerado uno de los científicos más importantes del siglo XX) formó al joven Salvador en el sinuoso terreno de la investigación científica. Al tiempo le encomienda la organización del lazareto de la isla Martín García. Allí, Mazza busca portadores sanos de cólera entre los inmigrantes que ingresaban al país de Europa y Medio Oriente. En la isla, Salvador consigue aplicar las recientes metodologías de estudio de epidemias abaladas por los más importantes organismos internacionales de la época. Ese sería  su primer trabajo de campo científico, el puntapié inicial para abordar un barco y continuar su formación en París, Londres, Alemania y Argelia. Fue en este periplo de exclusiva formación intelectual, que el doctor conoce en Túnez a Charles Nicolle, quien en palabras del argentino, fue el mentor de “toda su obra científica”.

Hermanos en armas

 En 1918 Salvador Mazza traba amistad en Alemania con Carlos Ribeiro Justiniano das Chagas. El argentino había quedado deslumbrado por las descripciones que había realizado Chagas sobre la enfermedad. Nueve años atrás, el joven científico brasileño era el primer ser humano en hallar un parásito (tripanosoma) en la sangre de enfermos con ciertas alteraciones clínicas, fundamentalmente cardíacas y digestivas, al que denominó Cruzi, en honor del investigador y epidemiólogo, Oswaldo Cruz. Según Chagas, los pacientes sufrían, además, agrandamientos importantes de glándulas y bocio. Pero esas mismas anormalidades observadas en sus estudios, serían motivo de descrédito. De la noche a la mañana Chagas pasó de ser un científico respetado a un charlatán. Si bien pudo demostrarle a la comunidad científica argentina la presencia de la bacteria, el brasileño cometió el error de adjudicarle al virus la manifestación clínica de la alteración de la glándula tiroidea.  Ocurría que esa patología correspondía a otras entidades clínicas propias de la región en la que había realizado el descubrimiento. Su original descripción sobre la Tripanosomiasis Cruzi se la terminó catalogando como a un fenómeno no patológico acompañante de otras enfermedades. “Hay un designio nefasto, le confesó Chagas a su par argentino en un momento de desesperanza, en el estudio de la tripanosomiasis. Cada trabajo, cada estudio, apunta un dedo hacia una población malnutrida que vive en malas condiciones; apunta hacia un problema económico y social, que a los gobernantes les produce tremenda desazón, pues es testimonio de incapacidad para resolver un problema tremendo. No es como el paludismo un problema de bichitos de la naturaleza, un mosquito ligado al ambiente, o como los es la esquistosomiasis relacionada a un factor ecológico límnico casi inalterable o incorregible. Es un problema de vinchucas, que invaden y viven en habitaciones de mala factura, sucias, con habitantes ignorantes, mal nutridos, pobres y envilecidos, sin esperanzas ni horizonte social y que se resisten a colaborar. Hable de esta enfermedad y tendrá a los gobiernos en contra. Pienso que a veces más vale ocuparse de infusorios o de los batracios que no despiertan alarmas a nadie”.

 Carlos Chagas murió sumido en el ostracismo. De nada le valió haber recibido premios y cargos jerárquicos en su país. Debió ser porque la Argentina de la década del ’30,  era poco menos que la meca de la investigación científica de Sudamérica, acaso una comunidad acreditada, pero ciega en cuanto al concepto de sanitarismo social. Otro tanto recayó sobre Mazza cuando propuso quemar los ranchos en salvaguarda de la salubridad jujeña. Fue esa misma agrupación que debió mirarlo como a un loco, un desequilibrado mental que sólo quería pasar a la historia como un pirómano que deseaba exterminar un insecto inofensivo.  Debió pasar muchos años hasta que los trabajos de Salvador fueron aceptos en el país y gozar de un reconocido prestigio, aunque para esa época le sobrasen pergaminos en el extranjero. Uno de ellos, otorgado por Sociedad de Patología Exótica de París, lo había lanzado a la notoriedad científica mundial. Para entonces, su vida y su obra contaban con una extensa biografía escrita por dos autores belgas. Pero el doctor dijo en referencia a esa obra: “Se dice allí que soy un sabio, pero no existen más sabios. Un sabio así, a lo Plinio, observador superficial y especulativo, dialéctico, queda hoy fuera de la ciencia; presumo que sería muy difícil de distinguir de un charlatán. Hubiera preferido que se dijera que soy un hombre tesoneramente dedicado a una disciplina circunscripta y en la cual hago lo posible en no dar paso para atrás”.

 Salvador Mazza murió en la Ciudad de Monterrey, México, de una afección cardíaca el 7 de noviembre de 1946 a los sesenta años. Se encontraba en ese país como invitado especial a unas jornadas de actualización sobre la enfermedad de Chagas, bajo la dirección del especialista mexicano, Aguirre Pequeño. Contrariamente a lo que se ha dicho, Mazza no falleció a causa del mal de Chagas; o por lo menos, no hay constancia alguna de que su deceso se produjera por motivo de esa enfermedad. En su acta de defunción, que se conserva en el Registro Nacional de la Personas de la Ciudad de Buenos Aires, nada se dice allí de la razón de su muerte repentina.  Salvador fue un fumador empedernido. En la mayoría de los registros fotográficos de su persona, que se encuentran en el Museo Roca, lo retratan  sostenido un cigarrillo humeante. Tal vez  la adicción a la nicotina haya malogrado su salud en los últimos años de su meteórica vida. Cierto es que Clorinda, fallecido su esposo, continuó viviendo hasta su muerte en una casona del barrio de Belgrano, propiedad de un matrimonio amigo. Se dice que en vano trató de gestionar una pensión graciable que nunca pudo obtener por parte del Estado nacional. Para subsistir, Clorinda Razori, quien falleció el 30 de diciembre de 1952, tuvo que vender sucesivamente parte de la biblioteca personal de su esposo, lo que le quedaba del archivo científico, instrumental de laboratorio, muebles y un desvencijado automóvil propiedad de los Mazza. La misma suerte corrió el vagón de la M.E.P.R.A.; el armatoste permaneció varios años a la intemperie en la estación de la localidad de Boulogne, hasta que en 1950 el gobierno de turno lo remató en una cifra irrisoria, perdiéndose todo rastro de aquél símbolo de la vanguardia científica del país.

 El apellido del médico argentino, es el único antecedente que demuestra  que en estas tierras se lo utilizó como apelativo para darle nombre a una enfermedad endémica, padecimiento que mantiene viva la memoria tanto de Carlos Chagas como de Salvador Mazza.  A kilómetros de distancia, ambos científicos lucharon durante gran parte de sus vidas con el afán de erradicar un mal que no conoce fronteras, aunque sí clases sociales. Si bien no existe una biografía completa del doctor,  el film Casas de fuego del cineasta Juan Bautista Stagnaro, es una viable (aunque existen en el largometraje excesivos hechos irreales) opción para descubrir la vida y la obra del Dr. Mazza.

 Hay vidas que se abren y se cierran sin dejar rastros, sin tan siquiera resignar una sola huella. En cambio, hay otras que por azar o por convicción acceden al derrotero de la contienda diaria y, sobre todo, al forjado de un destino para cambiar lo que somos. La vida de Salvador Mazza estuvo signada por un sin número de voluntades (muchas de ellas extremas) y, paradójicamente, a un sólo deseo: que el pobre pueda estar enfermo de un mal negado por el stablishment político. Aunque en 1937 Alfredo Palacios presentó en el senado su Plan Sanitario y Educativo de Protección a los Niños, en base a los informes que el propio Mazza le entregó en mano en una visita que realizó a la provincia de Jujuy, el diputado socialista también fue testigo de la indiferencia del gobierno. Mazza fue un clavo molesto para los recalcitrantes estandartes de la medicina de su tiempo, y que por sobresalir, recibió los martillazos del silencio, aunque esa injusta razón no fue motivo para malograr su misión, la que eligió hasta muerte física.

? Autor: Guillermo Marín
desechosdelcielo@gmail.com

1 El Chagas fue descubierto hace exactamente un siglo, en 1909, por el médico sanitarista Carlos Ribeiro Justiniano Das Chagas, que trabajaba en lo que es hoy el Instituto Oswaldo Cruz, de Río de Janeiro. Más tarde, Salvador Mazza encabezaría el estudio y la lucha contra la enfermedad en el país, y en varias regiones del continente sudamericano.
2  Fernando Halperin, Vivir a los 90 años, La Nación, 1999, agosto, 25, Sec. Suplemento Salud.

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DE INFORMACIÓN

· Sierra Iglesias, Jobino Pedro, Vida y obra de Salvador Mazza, Universidad Nacional de Córdoba. Facultad de Ciencias Médicas
· Revista Todo es Historia, Nº 225, enero. 1986
· Registro Nacional de las Personas de la Ciudad de Buenos Aires
· Biblioteca Nacional
· Museo General Roca
· Archivo General de la Nación