El sentido de la Navidad

24.12.2013 00:39

Renovar la originalidad del acontecimiento de la Navidad es casi un milagro que gran parte de la humanidad espera, aún sin saberlo. Un milagro de fe que tiene lugar en las culturas porque antes se hizo experiencia en las personas.

 

Transitamos el último tramo de un siglo que se ha cansado de anunciar el fin de la historia, de las ideologías, de las verdades, del trabajo, del cristianismo… Y es precisamente en el centro de éste, nuestro tiempo, donde la esperanza se hace activa en el corazón y en la mente de quienes creemos.

 

Vivir con una mirada creyente hoy es participar, tal vez como Pablo y los primeros, del riesgo de sentir la ?locura del cristianismo?, no porque nuestra vida corra peligro a raíz de la fe, sino porque se pierde en los rugosos espacios de una civilización que se vacía de sentido y no se concede lugar para el encuentro del hombre con el hombre.

 

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En el mundo y en la historia tiene lugar el encuentro de Dios con el hombre real. Pero, ¿es posible pensar, crear y creer en el mundo de hoy?

 

La creencia en Dios no parece ser una parte del conjunto de los saberes, imaginarios y significaciones de lo que llamamos ?nuestra cultura?, tampoco se expresa manifiestamente en el arte contemporáneo. La experiencia de fe queda en la esfera de lo privado, como un espacio más de intimidad o reserva personal, sólo posible de ser compartida en pequeñas comunidades, en la periferia de los escenarios que a diario conforman nuestro ?mundo?. Sólo acaso algunas manifestaciones masivas de religiosidad popular son signos en contrario.

 

Pero, paradójicamente, después de un agudo período de increencia, el siglo XX se apaga con un aparente horizonte religioso. Es perceptible un dinamismo de búsqueda espiritual en muchos de nuestros contemporáneos. Entonces, ¿hay un resurgir de la religión?… ¿Terminó la crisis de fe?… Quizás el problema actual no tenga que ver sólo con los procesos de secularización, sino con una ?instalación en el vivir? que va vaciando de densidad todo, aun el comunicarse, que no es abrirse al ?espectáculo? del otro sino a su reconocimiento, entre las personas y con Dios. El cristianismo necesita desinstalación y desasimiento.

 

Las sociedades, a la vez que tienden a homogeneizarse, se han ido desacralizando. Qué pocos espacios sagrados quedan entre nosotros …

 

Hasta la vida humana ha ido perdiendo el lugar de lo sagrado: se actualiza absurdamente un debate sobre la pena de muerte, sin comprender el clamor de varias familias argentinas que iniciaron este Adviento con la esperanza clavada en la necesidad de verdadera justicia, que es diferente de venganza o muerte. Algunas las hemos conocido a través de los medios de comunicación: Cabezas, Pochat, Bordón, González, Villar, otras permanecen anónimas, pero son dolorosas presencias que durante el año que termina nos han obligado a repetir: no nos olvidemos… Porque la memoria, nuestra memoria de ciudadanos, de vecinos, de contemporáneos no siempre parece capaz de permanecer viva.

 

Para quienes creemos en un Dios capaz de alcanzar al hombre, de la manera más humilde como le encantaba reconocer a San Agustín: ?siendo excelso, se hizo humilde?, es en esta realidad compleja donde la actitud de fe necesita convertirse no en tranquila seguridad de quien tiene respuestas para todo, sino en la debilidad del que lleva un misterio en su corazón que lo desborda.

 

Entonces, es apasionante descubrir en la polifonía de la vida, grietas de Misterio que nos sorprenden, que no responden a todas nuestras dudas, ni acaban con cierto escepticismo, pero nos vuelven a invitar, como la primera vez, a dejarnos asombrar porque está cerca la Navidad.

 

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Para muchos la Navidad es una simple, aunque especial, celebración del calendario que nos concede una pausa en el trabajo y las actividades habituales, un poco de alegría, algún regalo que hacer y recibir…, alguna vibración en el índice activo o pasivo de nuestro balance que nos sensibiliza particularmente: es un tiempo en el que se agudizan las alegrías y las tristezas.

 

Aunque verdaderamente hay algo especial que nos lleva a los umbrales del mundo -por qué no de la fantasía, de la ilusión-. Nos provoca una visión ingenua, inocente, y no por ello poco realista. Es un punto de enfoque.

 

Otro, el que nos propone San Pablo, supone cuatro dimensiones: ?amplitud, extensión, altura y profundidad? en nuestra capacidad de amar, porque el Misterio de la Navidad sobrepasa nuestra capacidad de comprensión.

 

Al traducirlas en nosotros, esas actitudes cobran significado nuevo, y pueden ser claves de Adviento para este año: amplitud que es capacidad de acogida, de abrazar a un otro concreto (cercano o no tanto), es ir al encuentro, es dar paz y recibir paz.

 

Extensión, o anchura: abrir nuestro horizonte, nuestra capacidad de diálogo, de escucha y de reconocimiento de quienes son diferentes, de quienes también hacen la cultura desde márgenes distintos, y palpar que podemos encontrarnos.

 

Altura, que necesita humildad para ir al encuentro de Quien nos trasciende y nos ama, que se concreta en testimonio y ejemplaridad, tan necesarios en nuestros días.

Profundidad, como la actitud básica de quienes quieren renovar el acontecimiento de la vida cada día: Dios habita en lo profundo.

 

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El misterio de la Navidad nos asombra. Habiendo vivido Cristo entre nosotros, su vida y su muerte forman parte de nuestra historia.

 

Es el misterio de la encarnación del Verbo. Y, al decir de San Agustín: ?¿Quién podrá comprender esta novedad nueva, inaudita, única, en el mundo, increíble, pero hecha creíble?… Lo que la razón humana no comprende lo percibe la fe y donde la razón desfallece hace progresos la fe. La fe, de hecho, tiene sus ojos, con los cuales en cierto modo ve que es verdad lo que todavía no ve, y con los cuales ve con toda certeza que no ve todavía aquello que cree?.