LA DIMENSIÓN DE LO SINIESTRO

30.10.2013 17:53

 

LA DIMENSIÓN DE LO SINIESTRO

 

 

La dimensión de lo siniestro

 

Rogelio Alaniz

 

 

DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE https://ww w.ellitoral.com/

 

Los escucho a Astiz y a Acosta argumentar sobre la supuesta guerra revolucionaria. La primera frase que me viene a la mente es la de Talleyrand respecto de los Borbones, cuando regresaron al poder después de la caída de Napoleón: “No aprendieron nada, no olvidaron nada”.

Han transcurrido treinta años y a estos señores no se les ha ocurrido una idea nueva. Siguen hablando de la guerra revolucionaria, del triunfo militar y la derrota política, de la conspiración de Occidente en su contra, de jueces, políticos y empresarios confabulados para castigarlos y de subversivos instalados en la cúpula del poder.

Es notable. Treinta años después, los militares juzgados en los tribunales no son capaces, o no pueden, dar una respuesta cabal a las causas que se les imputan. Hablan de la guerra antisubversiva, del mandato legal para luchar contra la subversión y de los peligros del totalitarismo, pero no dicen una sola palabra de lo que importa.

Astiz y Acosta, como Videla y Massera, o como Feced y Etchecolatz, no están juzgados y condenados por defender a Occidente o a las sociedades capitalistas y cristianas; están acusados y condenados por asesinos, ladrones y violadores, delitos que cualquier sociedad más o menos civilizada castiga. Es sobre estos puntos concretos que deben dar explicaciones y no sobre abstracciones ideológicas acerca de las cuales se puede coincidir o discrepar, pero que no vienen al caso.

El militar o el policía que participó en operativos contra la guerrilla no debe rendir cuentas por operativos ordenados por el Estado en nombre del ejercicio legítimo (insisto en la palabra “legítimo”) de la violencia. Los que hoy desfilan por los tribunales o están condenados por los jueces deben dar respuesta a imputaciones concretas. Astiz, por ejemplo, debería explicar por qué mató a una madre o a una adolescente sueca. También debería explicar por qué interrogaban con la picana en la mano o secuestraban con capuchas; o por qué a los detenidos los subían a los aviones y los arrojaban vivos al abismo; o qué mandato occidental y cristiano les exigía violar a las mujeres.

En voz baja, los militares admiten que en su momento tomaron la decisión de terminar con la guerrilla valiéndose de métodos ilegales. Era un problema de eficacia, dicen. En 1972 -continúan-, habían combatido a la guerrilla con la ley en la mano -en realidad con la ley redactada por una dictadura militar- y cuando Cámpora llegó al poder procedió a liberarlos a todos con el aval de la inmensa mayoría del arco político y, habría que agregar, de la inmensa mayoría de la sociedad.

Por lo tanto, en 1976, o tal vez antes, una reunión de los altos mandos militares decidió que esta vez no iba a haber presos porque los iban a matar a todos, ni iba a haber juicios legales porque -según sus propias palabras- al día siguiente de la ejecución pública del primer subversivo, hasta el Papa se iba a sumar a la ola de protesta mundial.

Los razonamientos, hasta los más perversos, tienen su propia lógica. Aceptando la primera premisa, todo lo demás parece previsible. Lo que ningún razonamiento puede eludir son las consecuencias prácticas. El balance militar, por lo tanto, no puede ser más desolador. Fracasaron en toda la línea; en el camino, protagonizaron un baño de sangre y en ese baño se encharcaron ellos mismos, incluido el bochorno de Malvinas.

Hoy, repiten como loros el argumento de que ganaron la guerra pero perdieron la paz. O que lograron un triunfo militar pero fueron derrotados políticamente. Aceptando incluso la estrechez de ese argumento, habría que decirles que en cualquier caso la manifestación del fracaso es evidente. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, nunca puede haber victoria militar y derrota política. Perdieron, y ellos son los responsables exclusivos de la derrota. Resulta patético y hasta delirante oírles decir que la subversión comunista ganó la batalla, sobre todo en un mundo donde el comunismo fue derrotado y sus principales baluartes nacionales cayeron sin pena ni gloria.

Alucinaciones y delirios al margen, la situación de los militares comprometidos con la represión ilegal no tiene otra salida que la condena histórica. Los errores y los horrores de la guerrilla, sus equivocaciones y sus crímenes no atenúan sus faltas. Para la misma época, en Italia los militares tuvieron también la opción de luchar contra el terrorismo. Allí se decidió hacerlo con la ley en la mano. En cierto momento, algún militar sugirió recurrir a la tortura para descubrir, por ejemplo, dónde estaba detenido Aldo Moro, el dirigente democristiano secuestrado por la guerrilla.

La respuesta del general Carlos Alberto Dalla Chiesa fue aleccionadora, no sólo porque fue escuchado sino porque fijó principios que los militares argentinos hubieran hecho muy bien en escuchar. “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro, pero no puede permitirse implantar la tortura”.

Dalla Chiesa sabía de lo que hablaba porque el problema de la tortura incluye el problema de los torturadores. La decisión política de torturar implica valerse de recursos humanos decididos a hacer uso de esa metodología. Está claro que el personal que se recluta para esa tarea sale de las cloacas de la sociedad. Allí, los que disponen de luz verde son los psicópatas, los sádicos y los fanáticos.

Los voceros militares confiesan que sus maestros en la lucha contra la subversión fueron los militares franceses que pelearon en Argelia. El ejemplo no es ni el más feliz ni el más oportuno, entre otras cosas porque muchos de esos jefes militares después terminaron enfrentados con De Gaulle.

Se dice que algunos de nuestros militares se inspiraron en las novelas del escritor francés Jean Larteguy. Ojalá se hubieran inspirado en serio en esos modelos. Los personajes de Larteguy están moralmente colocados en las antípodas de los Astiz, los Etchecolatz o los Acosta, porque su culto al honor y al coraje jamás les habría permitido secuestrar niños, violar mujeres, torturar madres embarazadas o apropiarse de las propiedades de las víctimas.

—¡Pero los militares hemos derrotado a la subversión armada! -dicen, molestos por estar acusados de algo que consideran que fue un servicio a la patria.

En realidad, la llamada subversión armada estaba políticamente derrotada antes de 1976. El argumento que pretende legalizar el accionar militar es la orden del gobierno peronista de aniquilar a la subversión, pero más allá de las controversias que pudo generar esta orden, lo que los militares deberían explicar es por qué fundan la legitimidad de su accionar en una ley dictada por un gobierno constitucional al que luego ellos procedieron a derrocar.

No viene al caso explicar una vez más cuáles son mis diferencias con la guerrilla y con cierta militancia que en nombre de los derechos humanos pretenden reivindicar al PRT y a Montoneros. Ninguno de los errores y horrores de la guerrilla justifica el terrorismo de Estado y su versión cotidiana: la tortura, el secuestro, las violaciones.

El primer y último argumento de los militares para legitimar lo hecho es que la Argentina vivió una guerra. Es curioso. Éste es el punto de coincidencia entre militares y guerrilleros. Habría que preguntarse por qué militares y ultraizquierdistas comparten este punto de vista.

Me imagino las objeciones desde esta última tribuna: usted avala la teoría “de los dos demonios”. Podría responder a esa imputación diciendo que no conozco ninguna teoría de los dos demonios, aunque sí estoy de acuerdo con el primer decreto de Alfonsín juzgando a los jefes militares y a los jefes de la guerrilla, lo cual me parece justo y necesario, salvo que alguien crea que hay criminales buenos y criminales malos.

Reitero: no hay una teoría de los dos demonios; lo que hay, en todo caso, es una metáfora acerca del mal y lo siniestro; el mal y lo siniestro conectados con el crimen y la muerte. ¿Pero no es ésa acaso la teoría de los dos demonios? Repito: no lo sé ni me importa. Si no creo en Dios, mucho menos puedo creer en el diablo. Y muchísimo menos en dos diablos.

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Astiz. Por encima de sus comandantes, el apellido del ex capitán emblematiza el terrorismo de Estado en la Argentina. Aquí, durante una sesión de un reciente juicio a represores con el provocador libro “Volver a matar” entre sus manos.