Submundo conoce a Edmundo

09.10.2013 08:34

 

Submundo conoce a Edmundo

raulcelsoar — 17:01

Submundo conoce a Edmundo

"Todos somos agua de diferentes ríos y algún día nos evaporaremos juntos"
John Lennon.

  carabelas

Cuando llega el Día de las Madre, uno le compra una linda lavadora a su adorada cabecita blanca; el Día del Maestro, uno aprovecha la ocasión para obsequiarle un pollo rostizado al hambreado educador (con tal de que te aprueben con mención honorífica); y al acontecer el Día de la Secretaria, uno le compra a la reina de la oficina un bonito ramo de rosas, la invita a comer a la cantina y luego le sugiere una cordial visita a un hotel en la carretera a Cuernavaca (sin que esto se malinterprete como un vil acto de acoso sexual, of course).

 

Pero el Día de la Raza, ¿a quién diablos se le obsequia un regalo? ¿A los nativos de Perros Bravos, Nuevo León? ¿A un minúsculo ADN? ¿Al espíritu que habla por nosotros en la UNAM? ¿A un perro pequinés?

 

Honestamente, el día de la raza es tan abstracto como el Día del Medio Ambiente, el Día de la Libertad de Expresión o El Día D, simple y sencillamente porque la raza es un concepto que significa todo y nada.

 

Si de lo que se trata es de inventar festejos en los que no se le regale nada a nadie, deberíamos instituir el Día de la Raíz Cuadrada, el Día del Sueño Olvidado o el Día de la Sonrisa de Fábula.

 

descubrimiento%20inchala041013.jpg

 

 

Bueno —argumentarán los defensores de esta celebración—, se trata de rememorar el encuentro entre dos mundos (como en la actualidad se le llama eufemísticamente al descubrimiento de América; y es que sí fue descubrimiento: antes de ese día, los americanos no sabíamos que éramos tales, ni el resto del mundo tenía identidad europea, pero a partir de entonces todos se definieron conceptualmente como continentales), enredando más el asunto, pues por un lado existe sólo un mundo y, por otro, existen mucho más de dos.

 

Lo primero es fácilmente demostrable, observando cualquier ilustración del sistema solar o revisando la famosa obra de H. G. Wells: La guerra de los mundos, donde los extraterrestres no dicen: "¡Vamos a invadir a los cantábricos y luego a los jarochos y luego a los habitantes de África septentrional!". Lo segundo se deduce analizando lo que ocurrió aquel remoto 12 de octubre de 1492.

 

 

 Una apacible mañana nació Cristóbal Colón en Génova (mundo 1), luego se hizo navegante y acudió al reino de Castilla (mundo 2), que nada tenía que ver con los separatistas vascos (mundo 3), para que le patrocinaran un viaje que diera con una ruta alterna a la de los marinos de Portugal (mundo 4), rumbo a Las Indias (mundo 5). Así se topó con la isla Guanahaní (mundo 6), luego con Cuba (mundo 7), luego con República Dominicana (mundo 8), más tarde con Haití (mundo 9), y finalmente arribó a esa gran islota conocida posteriormente como América (mundo 10).

Eso sin contar que cada mundo incluye sus pequeños submundos, pues los aztecas renegaban de los totonacas, éstos de los chichimecas, éstos de los olmecas, éstos de los tlaxcaltecas y éstos no renegaban de nadie (pero se torcieron a todos, pasándose al bando de los güeros barbados).

 

De hecho, ni siquiera todos los soldados que llegaron con Pizarro, Cortés y el fiero Pedro de Valdivia compartían los mismos rasgos fenotípicos, genotípicos ni culturales, pues los asturianos bailaban jotas, los de Barcelona, rumba flamenca, y los andaluces, bulerías (además, no todos los andaluces que cruzaron el Atlántico elevaban las mismas plegarias cuando el mar embravecía, pues mientras los de Almería le rezaban a la virgen del Mar, los de Sevilla se dirigían a la Macarena, y los de Huelva imploraban piedad a Nuestra Señora de la Cinta).

 

Siempre me ha dado risa aquel lugar común de que la música afroantillana es producto de la mezcla sonora de la España de charanga y pandereta con el África de tambores y grilletes, pues los ritmos del continente negro ya se habían colado con mucha antelación al cante jondo, subiendo con bulla por el Peñón de Gibraltar, lo mismo que los lamentos gitanos que se mudaron a las cuevas de Sacromonte, en Granada, tomando la vía de Cádiz para llegar a Europa, mientras otros indios le dieron la vuelta por los Balcanes, quedándose con sus violines, panderos y osos bailarines —osos negros, no wasp polares— en la ahora cada vez más dividida Europa oriental (aclaro, indios de la India, no pieles rojas ni "los que quieren llorar por el amor de una dama", como canta la Banda Machos).

 

Respecto a la bizantina polémica de si lo que aconteció aquel fatídico 12 de octubre fue un descubrimiento o un encuentro, todo se disuelve al reconocer que cada cabeza es un mundo totalmente convencido de que no hay vida más allá de los límites de su estratósfera; es decir, que todavía no ha habido mundo que descubra o se encuentre a otro, a lo más, apenas como que nos estamos semi-percibiendo unos a otros.

 

Cuando mi hermano Toño recibió una beca para estudiar en Barcelona, la secretaria que lo atendió no sabía dónde estaba México (pero eso se compensa si tomamos en cuenta que ni mi hermano Toño ni tú ni yo disimularíamos una cara de what?, si fuéramos secretarias de la UNAM y tuviéramos que atender a un becado recién desempacado de Turkmenistán).

 Muchos europeos todavía no descubren ni se topan con América porque no tienen la menor idea de su ubicación. Es común que, al visitar el viejo continente, alguien te comente: "¡Ah! ¿Eres de México? Pues yo tengo un amigo en Argentina, a la mejor lo conoces"; y chequen a los turistas que llegan al Distrito Federal, en shorts, gorras y camisas hawaianas, creyendo que aquí hay playas y luego los pobres andan resfriados, con sus pálidas y compasivas piernas crispadas en carne de gallina.

En el libro La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, se lee: "Mientras pego mi última meada en casa, recuerdo eso de que ningún peruano mea solo"; ¿les suena a algo familiar?

 

Los ingenuos gringos creen que debajo del río Bravo todos andamos en burro, comiendo frijoles saltarines y rodeados de palmeras; e incluso los estadunidenses creen que ellos son todo América, y que los demás no existimos; país de múltiples razas y, sin embargo, huérfano de autenticidad, pues como bien señaló el escritor español Julio Camba, Estados Unidos ni siquiera es el nombre de un país, sino la ausencia de un nombre, pues es similar a decir: "el señor ese de cabello rojo allá a la derecha".

 

Quizá los únicos que resientan el peso de algo llamado raza sean las minorías en los países del primer mundo (que si las medimos a partir del aumento de inmigrantes, son ya las mayorías), así que más les vale a los kukluxklanes y skinheads del mundo que mejor lancen sus bombas molotov hacia los conglomerados financieros y se vuelvan globalifóbicos, porque los árabes, chinos y sudamericanos, ya en bola, les pueden armar una tercera guerra mundial en su propio territorio.

 

Todos estamos formados con la misma agua, pero hechos con moldes de hielo distintos. ¿Por qué esa diversidad de clasificaciones? Quizá porque todo lo que existe es expresión de la actividad contante y eterna del Principio Creador. Cada minuto nace un mundo nuevo para regocijo del Principio Creador y para que juguemos nosotros, Creaciones Creativas.

 

Al entrar a una pozolería guerrerense o a un kibutz israelí, es seguro que veas a alguien que se parezca a tu hermano Toño, a tu tía Rosa, a una ex-novia, a una vecinita de siete años o a ti mismo. ¿Sabes por qué?

 

 
Rafael Tonatiuh
Milenio.com
Monterrey, Mx