TIRÁ A MAMÁ DEL TREN

30.10.2013 18:12

 

TIRÁ A MAMÁ DEL TREN

 

volanta

Tirá a mamá del tren

 

Las dificultades que cada familia tiene a diario pueden ser comunes a la mayoría, por ejemplo, las económicas. Pero algunos problemas llegan justo en el momento menos esperado y, a veces, no son menores. Hasta no hace tanto, mi mamá no parecía anciana, vivía sola y era independiente -casi demasiado-. No aceptaba intromisiones ni puntos de vista de ningún tipo respecto de su vida y conducta. Su particular carácter -léase difícil- hacía imposible que alguien -ni siquiera yo, su hija- le sugiriera previsiones para su futuro. Su libertad comenzó a cercenarse a partir de una caída, con posterior operación poco exitosa -de la cual se recuperó a medias- y que la dejó casi imposibilitada. Resistió en la planta alta de la casa familiar hasta que se terminaron sus ahorros, que pagaban un ejército de personas que entraban a “cuidarla” con la misma rapidez con la que huían apenas descubrían que no podían con sus berrinches.

Con la desaparición de las huestes, se fueron desde las bandejas de plata de su madre, hasta la “chata” de plástico barata que le habíamos comprado en la casa de insumos médicos. El “habíamos” incluye a mi hermana (la única que tengo y creo que a Dios gracias), con quien compartimos hasta allí, gastos, organización y visitas. Pero se acabaron las reservas y su jubilación no alcanza ni para los remedios. Como mamita seguía dificultando las cosas, mi hermana decidió tomar el toro por las astas y determinar que “eso” no daba para más, que alguien debía resolver el “problema” y remató: “Yo no puedo llevarla a mi casa porque es de dos plantas”. Así de simple llegó la solución; el mandato fraterno fue: ¡hacete cargo!

Y ahí empezó la otra historia. Es raro descubrir cómo alguien tan íntimo como una madre pueda resultar tan extraño en algún momento de la vida de un hijo. Mis dos chicos se juntaron en un dormitorio, para dejarle el otro a su abuela. Mamita se niega a usar pañales, pero tampoco puede llegar sola al baño. Reniega de la silla de ruedas porque “eso” no es para ella, protesta por “esa porquería de comida sin sal” y ha convertido a mi casa en una vorágine que no distingue la noche del día. A pesar de todo, ella mantiene sano su mal carácter -nunca dejó de ser egoísta y caprichosa- y no puede entender por qué sus nietos no están pendientes de sus exigencias. Al trabajo de todos los días, que no puedo abandonar, se suman visitas al médico, idas y vueltas a la obra social y respuestas inmediatas de todo tipo al grito de “¡Neeeena!”. Y mejor que no se me ocurra alguna noche comunicarle que decidimos salir con mi marido (que se banca todo con solidario estoicismo) porque, apenas estamos atravesando la puerta, grita: “¡Neeeena!, ¡antes llamá al Unisem que tengo la presión alta!”. Y de esa manera digo adiós a cualquier intento de huir un rato de mi propia casa.

Me horrorizo con mis impulsos matricidas y me identifico con el personaje de Dany de Vito en la película “Tirá a mamá del tren”, pero inevitablemente me descubro recordando a mi madre joven, igual de mandona y egoísta, trenzando mi pelo largo y vistiéndome con un guardapolvo muy blanco, con tablas impecablemente planchadas, diciéndome: “Tratá de no ensuciarte porque, así, sos la nena más linda del mundo”.

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