La contricción
Salimos de B., dejamos atrás las últimas casas y entramos en un paisaje de prados y bosquecillos, sobre cuyas cumbres caía un sol enorme. Íbamos en silencio. Yo pensaba en Judas Iscariote, de quien un ingenioso autor dice que traicionó a Jesús precisamente porque creía ilimitadamente en él: estaba impaciente por ver el milagro con el que Jesús pondría en evidencia ante todos los judíos su poder divino; por eso lo entregó, para provocarlo y hacerlo actuar de una vez: lo traicionó porque deseaba acelerar su triunfo.
Vaya, me dije, yo en cambio he traicionado a Martin precisamente porque había dejado de creer en él (y en su poder divino como mujeriego); soy una vergonzosa mezcla de Judas Iscariote y Tomás, a quien llamaban «el incrédulo».
Sentí cómo mi culpabilidad hacía crecer dentro de mí mis sentimientos hacia Martin y cómo su enseña del eterno acoso (a la que se oía flamear sobre nosotros) me ponía nostálgico hasta hacerme llorar. Empecé a echarme en cara mi precipitada actuación.
¿Acaso yo mismo seré capaz de despedirme con mayor facilidad de esos ademanes que para mí significan la juventud? ¿Y podré entonces hacer al menos otra cosa que imitarlos y tratar de encontrar para esta nada razonable actividad un sitio seguro en mi razonable vida? ¿Qué importa si todo es un juego vano? ¿Qué importa si lo sé? ¿Acaso dejaré de jugar sólo porque sea vano? La dorada manzana del eterno deseo Estaba sentado a mi lado y lentamente se iba disipando su malhumor.
—Oye —me dijo—, esa médica ¿es verdaderamente de tanta categoría?
—Ya te lo dije. Está al nivel de tu Jirina. Martin me hizo más preguntas. Tuve que volver a describírsela.
Después dijo: —A lo mejor después me la podrías pasar, ¿no? Intenté que resultara creíble:
—Puede que sea difícil. Le molestaría que seas amigo mío. Es de principios firmes...
—Es de principios firmes... —dijo Martin con tristeza y se veía que le daba pena. No quería hacerlo sufrir
—A no ser que ocultase que te conozco —dije—. Podrías hacerte pasar por otra persona.
—¡Magnífico! Por ejemplo por Forman, como hoy. —Los directores de cine no le gustan. Prefiere más bien a los deportistas.
—¿Por qué no? —dijo Martin—. Todo es posible —y al cabo de un momento ya estábamos en pleno debate.
El plan estaba cada vez más claro y al cabo de un rato ya se balanceaba ante nosotros, en medio de la niebla que comenzaba a caer, como una manzana hermosa, madura, esplendorosa. Permítanme que con cierto énfasis la denomine la manzana dorada del eterno deseo.
MILAN KUNDERA