LA CAZA DE BRUJAS

 

 

LA CAZA DE BRUJAS



La caza de brujas no es un hecho del pasado; en el pasado surgió, y llenó de hogueras el mundo; pero se extiende hasta nuestros días, incluso a nuestra cotidiana realidad.
Se cambian nombres y caretas para que sigamos engañados. Por eso, en lugar de meterme con lo que se discute por todos lados, propongo armarnos de interés para repasar el comienzo de esta locura colectiva. 
Nos brinda enseñanzas actuales. El copioso material que nos han dejado testigos, fallos y confesiones, nos zambulle en un territorio alucinante.
Los historiadores redondean en 500.000 las personas que fueron declaradas culpables de brujería y murieron quemadas entre los siglos XV y XVIII.
Sus crímenes -considerados espantosos- componían un burdo listado: relaciones sexuales con Satanás, provocación de granizo, muerte de una vaca del vecino, vuelos en escoba hacia reuniones que nadie vio pero todas temían.
Los tres volúmenes de Henry C. Lea sobre historia de la brujería ofrecen suficientes pruebas para convencernos de que la saña de los torturadores y la rudeza de los juicios se concentraba, de lejos, en vuelos y aquelarres, máximos delitos que justificaban la muerte por el fuego. Incluso llegó a bastar que un vecino soñara que alguien participó de un aquelarre para que este último fuera condenado; ¡se era culpable hasta de los sueños ajenos!
Resulta curioso que la persecución recayera obcecadamente sobre un fenómeno tan pintoresco y absurdo como los vuelos en escoba y las fiestas llamadas aquelarres. Shakespeare y Montesquieu, Spinoza y Leibnis, Durero y Newton, junto con otros ilustrados y muchos analfabetos coincidieron en sospechar -¡y temer!- que alguien los acusara de haber realizado un viaje.
No importaba quién formulaba el cargo, porque tanto valía que lo hiciera un santo o un bandido. Por lo general provenía de mujeres viejas y plebeyas. Entonces el acusado podía darse por perdido aunque se considerara obediente de Dios. Se lo arrastraba a un siniestro corredor que terminaba en la hoguera. Irremisiblemente. Los tribunales blasonaban de no haber condenado sino a culpables, fundados en sus confesiones. Estas, aunque eran arrancadas bajo tortura, debían ser "confirmadas por propia voluntad ante el tribunal de justicia". 
Como si -parecido a nuestro época- existiera un inmaculado estado de derecho. Pero atención, si el acusado se retractaba no era devuelto a la libertad, y ni siquiera a la prisión, sino a la cámara de tortura. Y lo devolvían tantas veces coma fuera necesario hasta que -eso si: "voluntariamente"- se reconociera culpable.
En caso de arrepentimiento se podía obtener la piedad de los cristianos jueces: la victima era ahorcada antes de prender el fuego. Para darle muerte y poner fin a sus padecimientos no bastaba con la confesión de la culpa, haber cometido atrocidades como jugar con el pene del demonio o besar su ano (temas de alta preocupación judicial), sino haber realizado un vuelo, participado de un aquelarre y -viene lo esencial- denunciar el nombre de otras personas que participaran de dicha orgía.
Como entonces carecían de la picana eléctrica, los torturadores podían dar rienda suelta a su neurosis con variedad de instrumentos, muchas de los cuales se exhiben en museos de Europa. El torturador odia profundamente el cuerpo humano y ansia humillarlo, destruirlo.
Johann Matthaes Meyfarth, contemporáneo de los hechos y que no podía desterrar las imágenes recogidas en esas cámaras que pretendían combatir al demonio, ha dejado un documento que merece ser citado una y otra vez. "He visto -dice- miembros despedazados, ojos sacados de la cabeza, pies arrancados de las piernas, tendones retorcidos en las articulaciones, omóplatos desencajados, venas profundas inflamadas, venas superficiales perforadas. He vito las victimas levantadas en lo alto, luego bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto cómo el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con empulgueras, cargaba peso, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas, quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. La violación continuaba hasta que el reo confesaba su culpa y nombraba a otros asúrenles al aquelarre. Después era llevado ante el tribunal para realizar la confirmación voluntaria. Pero -sigue Meyfarth- el verdugo le decía: 'Si pretendes negar lo que has confesado, dímelo ahora y lo haré aún mejor. Si niegas delante del tribunal, volverás a mis manos y descubrirás que hasta ahora sólo he jugada contigo, porque te voy a tratar de un modo que arrancaría lágrimas a una piedra".
Y cita Meyfarth el caso de una mujer conducida al tribunal con las manos atadas tan fuerte que manan sangre. A su lado se hallan carcelero y verdugo, y a sus espaldas los guardianes armados. Tras la lectura de la confesión, es el verdugo quien le pregunta si la confirma... La profesión de torturador -como en nuestra época-adquirió jerarquía y refinamiento. La abundancia de brujas orientó la vocación de los sádicos.
El "estado de derecha" que existía entonces resolvió los costos de salarios y materiales mediante una resolución vil: la familia de la presunta bruja debía pagar las actos de servicio del torturador, los haces de leña y el banquete que daban los jueces después de la ejecución. Antes del año 1000 nadie era ejecutado si un vecino denunciaba haberlo visto con el mismo demonio. La Iglesia rechazó en un principio que las brujas volaran: era una ilusión.
El Canon Episcopal aseguraba que únicamente "el alma limpia cree que estas cosas no suceden en el espíritu, sino en el cuerpo". El diablo puede generar la impresión de que alguien vuela por la noche, pero esta no ocurre en la realidad: es coma un sueño. Por supuesto que la gente solía acusarse de hechicería, de solicitar la complicidad del demonio. Pero las autoridades no se ocupaban de cazar brujas.
Recién a partir del siglo XIII, y como consecuencia del aumento de las herejías, la iglesia autoriza por primera vez la tortura. Pero contra los herejes, no contra las brujas. Las organizaciones religiosas subversivas amenazaban el monopolio de Roma sobre diezmos y sacramentos. Los albigenses, en el sur de Francia, llegaron a formar una organización tan poderosa que tenía clero propio y el respaldo de muchos nobles. Aunque las albigenses fueron exterminados, surgieron otras sectas (valdenses, anabaptistas, vandois, lolardos). Formaban células clandestinas y se reunían en secreto. La gravedad de la situación determinó que los agentes papales reclamaran la legitimación de procedimientos más crueles para obtener el nombre de los cómplices.
La autorización fue concedida por el Papa Alejandro IV a mediados del siglo XIV. De esta forma, pues, mientras los herejes eran torturados y ejecutados, las brujas gozaban del amparo que brindaba el Canon Episcopi con su rotunda postura: el aquelarre era producto de la imaginación. Pero esta idea sufrió una rápida metamorfosis. Se empezó a decir que existía un nuevo tipo de bruja, más peligroso y que podía volar en la realidad. Los aquelarres eran reuniones análogas a las de las herejes. Y si se torturaba, seguramente confesarían sus crímenes contra Dios. 
Finalmente, en el año 1448 el Papa autorizó a los inquisidores Heinrich Institor y Jakob Sprenger a usar toda la fuerza para exterminarlas. Los fogosos inquisidores reunieran sus argumentes en el libro El martillo de las brujas. Para ellos era igual que hubieran estado en un aquelarre con el cuerpo o con la imaginación. Si un marido jura que su mujer estaba en la cama a su lado mientras otra bruja confiesa que estaba en el aquelarre, vale el testimonio de la bruja porque la mujer que él tocaba no era sino un demonio que la reemplazaba para engañarla.
Según los autores, la brujería "es evidente a los ojos de todo el mundo", y le atribuye las desgracias que sufrimos: muerte de familiares, enfermedad del ganado, sequías o inundaciones, esterilidad, locura. Su realismo se completa con un obsesivo catálogo de los procedimientos para identificar, acusar, torturar, procesar y ejecutar a las brujas. Ahora es diáfano que la persecución de brujas sucedió a la persecución de herejes, Los temidos aquelarres eran la grotesca reproducción de las reuniones secretas de los herejes. La guerra contra un enemigo cierto pasó a ser la guerra contra fantasmas.
Durante siglos la gente voló. Eran vuelos ilusorios, pero tan impresionantes que parecían reales. Al margen de connotaciones simbólicas y sexuales, que omito aquí, es sabido que as brujas, antes de emprender vuelo se embadurnaban con ungüentos mágicos. Un médico de Lorena (siglo XVI) descubrió el tarro que usaba una bruja: "su olor era tan fuerte y repugnante que se mostró que estaba compuesto de hierbas frías y soporíferas en grado sumo, que son la cicuta, la hierba mora, el beleño y la mandrágora". Hizo un experimento con una mujer untándola de la cabeza a los pies y le produjo un sueño profundo que duró 36 horas, tras el cual contó haber gozado deleites pecaminosos. Y aquí nos asalta una pregunta. Si de lo que se trataba era de evitar los efectos alucinatorios (como hoy el uso de drogas) ¿por qué ni los inquisidores ni la población se dedicaron a descubrir los verdaderos fabricantes y consumidores de ungüentos?
La espantosa cadena de denuncias arbitrarias que producían las confesiones arrastraron a la hoguera a millares de pobres mujeres que nunca se administraron el ungüento ni tenían noticias del famoso aquelarre. La revisión de los 500000 asesinatos (fueron asesinatos) deja a los investigadores la impresión de que era exigua o despreciable la cantidad de personas que efectivamente habían "volado". ¿Es que se acusaba de bruja a quien no lo era? ¿En medio del desorden reinaba -ocultamente- un orden?
Nos acercamos al secreto. En efecto, el ocaso del feudalismo genera mucha tensión. Las tierras se dividen, los siervos son sustituidos por arrendatarios, muchos desposeídos marchan a las nacientes ciudades. La fuerza del Islam, el lujo de la Iglesia, las pestes, las guerras interminables entre rivales de la nobleza inspiran predicciones sobre el final del mundo.
El ardiente abad Joaquín de Fiore anuncia la Edad del Espíritu para el año1260. El emperador Federico II desafía el poder del Papa y muchos lo reconocen como el enviado que limpiará la Iglesia. Lo proclaman Salvador, pero muere antes de 1260 y la fantasía popular lo convierte en "Emperador durmiente". Luego aparecen Federicos despertados en varias sitios y hasta cientos de años después. Los flagelantes inundan los caminos. Además de las Cruzadas oficiales se organizan Cruzadas locales de malhechores encendidos por un monje fanático. A principios del siglo XVI se escribe el Libro de los cien capítulos, que predice el retorno de Federico sobre un caballo blanco para gobernar el mundo; el clero será aniquilado a razón de 2300 personas diarias, y también serán muertos los mercaderes, los juristas, los prestamistas, "toda propiedad se convertirá en una sola propiedad, habrá un solo pastor y un sola redil".
El pastor Hans Bohm tiene una visión de la Virgen Maria, quien dice que en adelante los pobres deben rehusar el pago de impuestos y diezmos. Columnas fanatizadas apedrean a los sacerdotes, interrumpen los oficios y depredan los cultivos. La crisis es violenta y dispersa. Se sufre y no se avanza. En esa atmósfera llena de utopías, alucinaciones y protestas podría suponerse que las brujas son la expresión del pueblo oprimido. Sin embargo, llama la atención su inofensivo carácter. Las brujas de antaño equivalen a los drogadictos de hogaño. No hacen revoluciones. Las confesiones exigidas, arrancadas se reducían a viajes, orgías, abominaciones sexuales y denuncias de vecinos. No criticaban el lujo, ni la propiedad privada, ni las diferencias de rango. 
En Alemania se calculó que el 82 por ciento de las víctimas fueron mujeres, generalmente viejas y de clase baja. Entonces, ¿por qué tanto fanatismo? Porque el propósito no era exterminarlas, sino ¡multiplicarlas! Tras cada confesión se lograban dos o tres brujas nuevas. Y es posible que muchas verdaderas, las que usaban el ungüento mágico, hayan concluido sus días de muerte natural. La cacería no busca sólo matar brujas, sino imponer la convicción profunda de que existen. Y son las responsables de todas las desgracias. Encontrarlas y quemarlas tranquiliza y brinda un gran beneficio adicional: convencer de que el aparato represivo es más necesario que nunca.
Las confesiones de las primeras victimas podían comprometer a un niño y a algunos hombres, pero en las fases culminantes del terror, cuando se consumaban ejecuciones en masa, las denuncias podían rozar a un mercader acaudalado o a un noble. Entonces los jueces, súbitamente, perdían confianza en la veracidad de las confesiones. Midelfort dice que rara vez se amenazaba a juristas, universitarios o miembros del clero. "Si en alguna ocasión una pobre alma desorientada era lo bastante necia para haber visto al obispo o al Príncipe heredero en un aquelarre, sin duda que se ganaba torturas inenarrables". 
Víctimas y victimarios fueron cómplices. Ambas creyeron en la patraña de las brujas y se engancharon a las estupideces de superficie. Sostuvieron un fantástico globo que se infló con la desconfianza social. La caza de brujas especula con el miedo, que lleva a la pérdida de la solidaridad. La población actúa como niño desamparado que acepta cualquier mano conductora, aunque sea la de un delincuente. Y el delincuente hace su agosto.
Para superar el caos no es preciso aniñar ni matar. Es preciso apelar al hombre razonable y adulto que también está en nosotros y espera su oportunidad. Y acá termino, porque no quiero cerrar la cadena de reflexiones que suscita un tema tan viejo y tan actual. Lo dejo abierto. Merece que lo tengamos en cuenta, que pensemos en él.

 

 

MARCOS AGUINIS

 

 

LITERATURA