COLGADO DE LA CRUZ

 

COLGADO DE LA CRUZ

 

 

Homilía predicada por el p. Carlos Miguel Buela, V.E., el 9 de julio de 1998, en Casalotti, Italia, 
en el Seminario de Comunión y Liberación, en los Ejercicios Espirituales de 8 días 
a las Madres Capitulares de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará.

 

        «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 13-16).

I

        En apenas cuatro versículos el Evangelio de la Misa votiva de la Exaltación de la Santa Cruz, que hoy estamos celebrando, se contienen enseñanzas muy grandes sobre lo que significa la cruz y la realidad de Aquél que por nosotros subió a la cruz.

        «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3, 13). En este versículo nos encontramos con uno de los textos bíblicos en los que se enseña la verdad misteriosa de Jesucristo: la naturaleza humana unida a la naturaleza divina en unión hipostática, es decir, en la persona divina del Verbo. El misterio de la unión hipostática es el corazón del misterio del Verbo Encarnado.

        «Nadie ha subido al cielo...». ¿En cuánto a qué sube Cristo al cielo? Sube al cielo en cuanto a su humanidad. «...sino el que bajó del cielo». ¿Y en cuanto a qué, según nuestra manera de entender, bajó del cielo Jesucristo? Bajó del cielo en cuanto a su divinidad. Así lo enseña Santo Tomás: «Porque Cristo no descendió del cielo según el cuerpo o el alma, sino según Dios. Lo cual puede colegirse de las mismas palabras del Señor. Porque después de decir: "Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo", añade: "El Hijo del hombre, que está en el cielo". Con lo cual dio a entender que de tal manera había bajado del cielo, que no dejaba de permanecer en él».

        Entonces, si es cierto, como enseñaba el apóstol San Pablo, que «el que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4, 10), siendo que el subir se refiere a la naturaleza humana y el bajar se refiere a la naturaleza divina, ciertamente hay una unión entre ambas naturalezas y esa unión no está dada en la naturaleza o por la naturaleza, sino que se da por la persona divina del Verbo, la Segunda de la Santísima Trinidad. El mismo que subió en cuanto a la naturaleza humana es el mismo que bajó en cuanto a su naturaleza divina, porque tanto el que sube con su naturaleza humana como el que baja con su naturaleza divina es el mismo. Si «el mismo que bajó es el que subió»: «la persona e hipóstasis de aquel hombre es la misma persona e hipóstasis del Verbo de Dios»,2  segunda persona de la Santísima Trinidad.

        Nuestro Señor hace a continuación una profecía, un milagro intelectual por el cual anuncia lo que había de suceder en el futuro. Para ello se sirve de un hecho del Antiguo Testamento con el fin de producir lo que se llama el «sentido típico», es decir, una cosa que Dios hace para que sea figura de otra. No se trata de palabras –éste sería el «sentido plenior»– sino de cosas, hechos o acciones. El hecho que Cristo toma como figura es lo que Dios mismo mandó a Moisés cuando las serpientes venenosas picaban a los israelitas: «Y dijo Yahveh a Moisés: "Hazte una serpiente de bronce y ponla sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá". Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida» (Num 21, 8-9). Esta figura es también una profecía pues eso iba a ocurrir posteriormente, cuando Nuestro Señor fuese elevado en la cruz: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3, 14-15).

        ¿A dónde es elevado el Hijo del hombre?; o bien, ¿a qué elevación se refiere aquí Nuestro Señor? Se refiere a la elevación que tuvo en la cima del monte Calvario, en el Gólgota, donde fue izado en el árbol de la cruz; y también se refiere a la prolongación de ese izamiento que es la Eucaristía, donde su Cuerpo y Su Sangre son elevados. Es por eso que Nuestro Señor lo anticipó de manera profética y dijo qué es lo que Él desde allí iba realizar, porque entiende perfectamente bien todo el misterio de la redención. Sabe que ese «ser elevado a lo alto» es lo que ha de atraer hacia sí a toda la humanidad y a toda la historia, porque es Él y sólo Él quien desde el trono de la cruz, a todo el que crea en Él le dará la «vida eterna».

        Y así como Dios Padre «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 13-16); así el Hijo de Dios, que «nos amó hasta el fin» (cf. Jn 13, 1) desde la cruz nos atrae hacia sí por el amor, que es una fuerza atractiva y unitiva: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Cristo dijo ésto «para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 33). ¡Y moriría colgado de la cruz!

        Colgado de la cruz, Cristo atrajo a todos hacia sí: a los hombres y mujeres de todos los siglos, a quienes tuvo uno por uno presentes porque por todos murió: «el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 4, 14). De ninguno se olvidó: ¡Él es Dios!

 

II

        Tres horas estuvo colgado en la cruz. Lo que dijo, aunque de profundidades insondables, le llevó muy poco tiempo, apenas algún minuto. En efecto, tan sólo fueron siete frases. Las siete palabras que entonces pronuncia Nuestro Señor tienen una orientación didáctica, precisa, concreta y determinada. Son palabras que no mueren. A mí me gusta decir que son como truenos que siguen resonando en el mundo. ¿Cuánto tiempo habrá demorado en pronunciarlas? No demoró mucho tiempo Nuestro Señor: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»; «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»; «He ahí a tu madre... he ahí a tu hijo»; «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»; «Tengo sed»; «Todo está cumplido»; «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»... Tal vez diez segundos para cada frase. Supongamos que de aquellas tres horas, que son horas de sufrimiento y de mucho dolor, pronunciar las siete palabras le hayan sumido cinco minutos... ¿Y luego? Ciertamente que también adoró, dio gracias, pidió perdón por la humanidad prevaricadora y por todo lo que, directa e indirectamente, los hombres y mujeres necesitaríamos para nuestra salvación eterna. Pero, piadosamente, podemos imaginar que pensó en la obra grande que estaba realizando y de la que nadie como Él tenía tan clara conciencia.

        De manera especial, me gusta imaginar que pensó en sus santos.

 

III

        En la cruz pensó en sus santos. Se acordó de sus elegidos «desde antes de la fundación del mundo» (cf. Ef 1, 4); hombres y mujeres que «ya no viven para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó» (cf. 2 Co 4, 15). De aquellos y aquellas que se aprovecharían de su muerte.

        Yo pienso que Nuestro Señor, que todo lo sabe y que todo lo conoce, en ese momento nos pensaba a todos nosotros. Pensaba en todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los siglos. Así se desplegaría en su mente –por así decirlo– la historia del mundo y, en especial, la historia de la Iglesia, que es la razón última de la historia del mundo, porque Él era plenamente consciente de que gracias a ese estar clavado en lo alto, atraería a muchos hacia sí, produciendo frutos de redención en tantas almas a través de los siglos, en tantas culturas, en tantas generaciones, en tantas razas, en tantas lenguas, en tantas geografías.

        Jesús sabía que sufría para salvarnos de nuestros pecados y nos conocía a todos, con todos nuestros pecados. Sabía que moría para alentar a sus discípulos a que permanecieran fieles a Él; sabía que les estaba alcanzando la gracia santificante a fin de que practicasen todas las obras de las virtudes, para que, a pesar de las dificultades y persecuciones del mundo, no claudicasen. Y para eso, Él sabía que era necesaria la cruz porque era esa cruz la que les iba a dar la fuerza a sus discípulos, y que sería también como un imán, que atraería a todos hacia sí. Llegaría a ser –si se lo entiende correctamente– como ese fenómeno que se produce en algunas partes: el «maelstrom», una especie de remolino producido en el mar que atrae todo hacia sí, y que engulle incluso a los barcos. En el caso de Cristo, no es para engullir sino para recapitular en Sí todas las cosas.

        Colgado de la cruz, contemplando a sus ángeles, debe haber pensado en dar a la Iglesia que nacería de su costado, protectores e intercesores que estuvieran muy cerca suyo:a «Gabriel, el que está delante de Dios» (Lc 1, 9); a «Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre presentes y tienen entrada a la Gloria del Señor» (Tb 12, 15); a «Miguel, uno de los Primeros Príncipes» (Dn 10, 13).

        Colgado de la cruz miró hacia el pasado y pensó en todos los hijos de Adán que le esperaban anhelantes en el limbo de los justos: todos los santos patriarcas: Abrahám, Isaac, Jacob...; todos los santos profetas: Moisés, David, Elías, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas...; los Macabeos; su padre adoptivo San José; San Juan Bautista; el santo anciano Simeón; la profetiza Ana...

        Colgado de la cruz, miró hacia el futuro y pensó la historia de su Iglesia, que es su propia historia porque es la historia de su Cuerpo Místico. No hubo acontecimiento que no estuviera presente: las diez atroces persecuciones bajo los emperadores romanos (Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Cómodo, Septimio Severo, Maximino Tracio, Decio, Valeriano, Diocleciano); las persecuciones que tantos mártires han dado en las misiones ad gentes...; el surgir de los grandes apologistas y de los doctores de la Iglesia; los combates de los Padres de la Iglesia a favor de la ortodoxia católica; las Cruzadas para reconquistar su Santo Sepulcro; las epopeyas evangelizadoras en Europa, América, África, Asia y Oceanía; los cismas... ¡todo!

        En algún momento, entre las 12 hs. y las 15 hs., colgado de la cruz, como en una sublime película se desarrolló ante sus ojos la historia de la Iglesia, siglo por siglo, año por año, día por día; en su mente se fue representando, como si se fuese filmando, la mejor lección de historia de la Iglesia, y la historia del mundo que jamás se haya dado. De manera especial, vio a aquellos gigantes de santidad, hombres y mujeres, que se aprovecharían al máximo de la sangre que Él estaba derramando allí, sobre el Gólgota. ¡Sus santos y sus santas! Y como en una estremecedora letanía los pensó uno por uno. ¡Serían la gloria de su Padre y la suya! Y ellos serían los que darían, justamente, el verdadero sentido a la historia. Ellos son la historia... «No hay historia más completa, más magnífica ni más provechosa que la Letanía de todos los Santos»: ella «evoca» e «invoca» a todos los grandes espíritus que han ilustrado el globo y que han hecho avanzar a la humanidad con sus virtudes».3

 

IV

        Colgado de la cruz oró por los que escogió para enviar por el mundo como sus apóstoles, a quienes dio «las primicias del Espíritu» (Rm 8, 23). En la cruz se reservó para sí a Andrés, Santiago el Mayor, Juan, Tomás, Santiago el Menor, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón el Cananeo, Judas Tadeo, Matías, Pablo, Bernabé. Por todos ellos pidió «alzando sus ojos al cielo» (Jn 17, 26): «Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos» (Jn 17, 9-11).

        Especialmente rogó por Pedro, «el siervo de la Cruz», como le llamó San Jerónimo. Cristo escogió para sí de una manera muy particular al primer Papa como asociado al misterio de su cruz. En efecto, también Pedro sería colgado de una cruz: «cuando llegues a viejo, extenderás tus manos...» (Jn 21, 18); «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde» (Jn 13, 36). De ahí que el Papa, Sucesor de Pedro, «continúa el carácter martiológico de su Primado»4. Pensó y rezó por todos los Papas que, hasta ahora, han sido 264.

        Colgado de la cruz, Cristo se vio perseguido por Saulo de Tarso y para manifestar la grandeza de su misericordia, dijo entonces para sí: «Me reservaré para mí a Saulo de Tarso; "éste es para mí un instrumento de elección para que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre" (Hch 9, 15-16)». Y desde la Cruz, escuchó decir a San Pablo: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado» (1 Co 1, 23); «no quiero saber otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2, 2); «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,19-20). Pedro y Pablo serán «como los dos ojos de mi cuerpo, de quien soy cabeza»5

        Colgado de la cruz, rogó por quienes serían discípulos directos de los Apóstoles, a quienes les correspondería ser los primeros en transmitir por tradición su Revelación: «Padre, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno» (Jn 17, 20-21). Y dijo para sí: «Me reservaré para mí, por medio de la palabra de mis Apóstoles, a Ignacio de Antioquía, Clemente Romano, Policarpo de Esmirna...». Y desde la cruz, escuchaba gritar a San Ignacio de Antioquía: «¡Dejadme imitar la pasión de mi Dios!»6;  «Mi amor está crucificado»7

        Colgado de la cruz, escogió a quienes –en el siglo que se llamaría de los apologetas– darían a judíos, gentiles y gnósticos «razones de nuestra esperanza» (cf. 1 Pe 3, 15). Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Justino, a Ireneo de Lyón, a Clemente de Alejandría...».

        Colgado de la cruz, pensó en quienes se unirían a Él en su Pasión y Muerte afrontando el martirio. Y dijo para sí: «Me reservaré para mí a Esteban, Lorenzo, Cecilia, Lucía, Blas...». También sabía que era necesaria su muerte en la cruz para que Tarcisio no claudicase y fuese «mártir de la Eucaristía», y pensaría también en Inés, en Cipriano, en Felícitas... Y musitó el nombre de todos sus «testigos». Las persecuciones romanas darían 100.000 mártires.

        Colgado de la cruz, derramando hasta la última gota de su sangre, les dio a los mártires, uno a uno, la victoria: «Ellos vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte» (Ap 11, 12).

V

        Colgado de la cruz, vio cómo una vez que acabaron las persecuciones sistemáticas, se turbarían los tiempos de paz iniciados por Constantino después del Edicto de Milán, con el surgimiento de cismas, controversias y herejías en torno a su Divina Persona y su Iglesia. Entonces comenzaría el bullir de herejías que requerían la respuesta clara y clarividente de los Santos Padres de Oriente y Occidente, hombres que no iban a claudicar en la confesión de la fe porque recibirían la fuerza de la cruz de Cristo. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí doctores de Oriente y de Occidente, que vengan a sentarse a mi mesa luego de haber combatido por la verdad. De Egipto me reservaré a Antonio Abad y a Atanasio el Grande; de Capadocia a Basilio Magno; de Antioquía a Juan Crisóstomo; de Dalmacia me reservaré para mí a Jerónimo; a Ambrosio de Milán; Martín de Tours; Hilario de Poitiers; vaso especial de elección será para mí Agustín de Hipona: le daré sabiduría para refutar a los maniqueos, donatistas, pelagianos y arrianos. En esta época suscitaré grandes pontífices por medio de los cuales Pedro proclame la fe en mi divinidad. Me reservaré para mí a Dámaso, León Magno, Gregorio Magno...».

        Colgado de la cruz, vio las atrocidades que cometerían los bárbaros en sus incursiones por las ciudades cristianas del Imperio. Vio la firmeza de San León Magno frente a Atila. Vio como lo enfrentó con una cruz en la mano, y lo vio a Atilia, que venía asolando toda Europa, dar media vuelta y seguir su camino... El Señor vio como la Iglesia a través de sus misioneros y de sus grandes predicadores, iba a tratar de convertir a los pueblos bárbaros y cómo los monjes rescatarían en sus monasterios la cultura de la que los vándalos harían estragos. Y pensó en los cientos de monjes y misioneros afanosos por la conversión de los bárbaros: San Patricio en Irlanda; San Remigio en Francia; San Columbano en Escocia... Y dijo para sí: «Me reservaré para mí a Benito de Nursia como Padre del Monacato en Occidente. Me reservaré para mí a Isidoro de Sevilla, para que organice las Iglesias de España. Me reservaré para mí a Agustín de Cantorbery a quien enviaré a evangelizar a los anglosajones; a Bonifacio lo enviaré a los germanos; a Cirilo y Metodio a los eslavos».

 

VI

        Colgado de la Cruz, el rey coronado de espinas pensó en extender su Reino a través de la conquista espiritual de los pueblos. Vio el florecer de las nuevas cristiandades que se fueron construyendo, de las que prácticamente nosotros hemos estado celebrando el milenio. Y por ello pensó también en hacer partícipes de su realeza a príncipes y reyes cristianos. Entonces dijo para sí: «Escogeré para mí a Esteban en Hungría; a Eduardo el Confesor en Inglaterra; a Eduviges en Polonia; a Vladimir y Olga en Ucrania; a Isabel en Hungría; a Fernando III de Castilla y de León; a Luis de Francia...». Y todo eso iba a ser posible porque Él estaba sufriendo en ese momento en la cruz.

        Colgado de la cruz, pensó en la época del feudalismo, cuando reyes y mercaderes querían sacar tajada de la Iglesia. Sería necesario suscitar grandes hombres que defendieran los derechos de la Iglesia contrarrestando la acción de tantos que claudicarían ante el poder temporal. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Gregorio VII; a Anselmo de Cantorbery; a Tomás Becket, a Bernardo de Claraval, a Nicolás de Tolentino...». Pero también vería el esplendor de la Alta Edad Media, que supo levantar esas catedrales majestuosas que todavía son objeto de admiración para nosotros y para todos los que vienen a Europa; edad en la que sin duda alguna se dio la cumbre de la civilización del mundo, que supo no sólo elaborar esas catedrales en piedra, sino que, además, hizo las catedrales del pensamiento, que son las Sumas, obras del genio de Santo Tomás de Aquino.

        Colgado de la cruz, pensó en aquellos que prolongarían algún aspecto de los misterios de su vida dando origen a órdenes y congregaciones religiosas. Entonces dijo para sí: «Me reservaré para mí a Domingo de Guzmán, que fundará una Orden de Predicadores para prolongar mi ministerio como Maestro y Doctor. De sus hijos, los dominicos, me reservaré para mí a Alberto Magno y a Tomás de Aquino. A este le diré desde la cruz: "Tomás, bien has escrito de mí"; también de entre ellos me reservaré a Pedro de Verona, mártir, y al Beato Angélico...».

        Colgado de la cruz, el Señor dijo al hijo de Pedro Bernardone: «Francisco, restaura mi Iglesia», y le encomendó fundar una Orden que abrazase la pobreza voluntaria imitándole a Él, que «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (cf. 2 Co 8, 9). Y pensando en todos los santos franciscanos, dijo Cristo para sí: «Me reservaré para mí a Antonio de Padua, a Clara de Asís, a Buenaventura, a Carlos de Sezze, a Pío de Pietrelcina...».

        Colgado de la cruz, pensó también en otra de las grandes Órdenes mendicantes, los mercedarios, dedicados a la redención de los cautivos. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Pedro Nolasco y Ramón Nonato».

        Colgado de la cruz, Cristo vio a su Iglesia en máxima confusión en la época del gran cisma de Occidente, provocado por la elección en Aviñón de antipapas que disputaban la Tiara papal. ¡Tres hombres a la vez llegaron a considerarse como los legítimos sucesores de Pedro...! Las naciones y las casas religiosas estuvieron divididas en partidos a favor de uno y otro... Grandes santos se necesitaría para esta época, y por esto Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Vicente Ferrer, Catalina de Siena, y Brígida de Suecia...».

        Colgado de la cruz, Cristo tuvo presente que el cisma de Occidente dejaría en sus fieles resabios de desconfianza hacia la Iglesia y que el surgimiento, en el siglo XV, del Humanismo y del Renacimiento pondrían en peligro la fe de muchos, particularmente de la gente sencilla del pueblo. Por eso pensó que harían falta para aquella época grandes predicadores populares... Y por eso Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Bernardino de Siena, a Juan de Capistrano...».

 

VII

        Colgado de la cruz, Cristo vio cuantos miembros serían amputados de su Cuerpo Místico con la Reforma de Lutero, de Calvino y de los demás líderes de la Reforma protestante. Vio lo que acarrearía, en la decadencia de la Edad Media, la acción del libre examen de Lutero: ¡el segundo gran cisma de la cristiandad! A grandes males harían falta grandes remedios. Y cómo Él sabía que de su cruz, de la fuerza de la cruz, iba a suscitar quienes iban a poner todo su empeño para evitar una destrucción mayor, como fueron los grandes de la Contrarreforma católica, pensó en suscitar santos que contrarrestaran la acción protestante, promoviendo la auténtica Reforma de la Iglesia, viviendo ante todo el radicalismo evangélico. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Cayetano de Thiene y Felipe Neri; a Pedro de Alcántara, a Juan de Ávila y Juan de Rivera; a Teresa de Jesús, a Juan Bautista de la Concepción y a Juan de la Cruz. De manera especial me reservaré para mí a Ignacio de Loyola, para que funde una compañía de apóstoles que conquisten conmigo el mundo, siguiéndome tanto en las penas como en la gloria. De sus hijos me reservaré para mí a Francisco de Borja; Luis Gonzaga; Pedro Canisio, Roberto Belarmino...».

        Colgado de la cruz, consideró que harían falta grandes adalides del Concilio de Trento, que promovieran y aplicaran en la Iglesia sus Reformas. Y por eso Cristo dijo para sí: «Para esta tarea me reservaré a Pío V, Carlos Borromeo, Toribio de Mogrovejo y Francisco de Sales...». Jesús sabía que se iba a desgarrar la Cristiandad, pero sin embargo iba a florecer la Cristiandad en un nuevo continente; se iba a descubrir América, de dónde provenimos nosotros. Y esa cruz fue luz y fuerza para esos miles y miles hombres que fueron a misionar a América, en una obra que al decir de León XIII, «se trata de la hazaña más grandiosa y hermosa que hayan podido ver los tiempos»8 ; o como decía Gomara a Carlos V, «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias»9 . Y así, colgado de la cruz, consideró la «hora» en que haría misericordia a los indígenas de América, del África y del Oriente, enviándoles misioneros que les anunciasen el Evangelio. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a Francisco Javier; a él le haré recorrer, en menos de 10 años, más de 50.000 km. en su afán de llevar mi Evangelio a todas partes. Me reservaré para mí a Luis Beltrán, O.P., para apóstol de Nueva Granada (Venezuela-Colombia); convertirá a más de 150.000 indios. Me reservaré para mí a Francisco Solano, a él le llevaré desde Perú hasta las regiones del Tucumán y del Gran Chaco. Me reservaré para mí a Roque González de Santa Cruz, para hacerle pionero de las Misiones guaraníes. Me reservaré para mí a Pedro Claver, jesuita, en Cartagena de Colombia bautizará a más de 300.000 negros. Me reservaré para mí a Isaac Jogues para la evangelización de Canadá y Estados Unidos; a Junípero Serra para la evangelización de California...».

        Colgado de la cruz, escogió los frutos exquisitos que producirían las Misiones –la pléyade de santos que iba a producir la evangelización– y por eso dijo para sí: «Me reservaré para mí al indio Juan Diego en México; a Rosa de Lima, al mulato Martín de Porres y a Juan Macías en el Perú; a Marianita de Jesús Paredes, la «azucena de Quito», en Ecuador; a Bernarda Butler en Cartagena de Indias, Colombia; a José de Anchietta y Antonio Galvao en Brasil; a Katheri Tekakwitha en América del Norte».

        Colgado de la cruz veía las primicias de la evangelización del Asia, más de 100.000 mártires: a Pablo Miki y compañeros mártires en el Japón; a Andrés Kim Taegon, Pablo Chong Hasang y 101 compañeros mártires en Corea; a los 123 mártires chinos; a los mártires de Tailandia; a San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires de Vietnam; en Pakistán, India, Medio Oriente... Y desde la cruz enseñó a San Andrés Kim Taegon, primer sacerdote coreano, la verdad con la que enseñaba a sus fieles perseguidos: «Hermanos muy amados, tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó innumerables padecimientos, con su pasión fundó la santa Iglesia y la hace crecer con los sufrimientos de los fieles».10

        Colgado de la cruz vio también las primicias de la Iglesia en Oceanía: a San Pedro Chanel y Peter Rot en Papúa Nueva Guinea; y las primicias de la Iglesia en Uganda: a Carlos Lwanga y sus jóvenes compañeros mártires; y a todos los mártires de nuestros días en África, en Argel, en Rwanda...Y todo eso fue posible porque Él estaba allí, firme en la cruz, sin claudicar, cumpliendo con esa obra grande de la redención, hasta el fin, agonizando allí, tachonado con tres clavos a la cruz durante tres horas.

 

VIII

        Colgado de la cruz, vio cómo entre los siglos XVII y XVIII, en la época de las Monarquías absolutas, se maduraría definitivamente la idea del Estado moderno, caracterizada por el laicismo y por la separación de la Iglesia. Vio cómo este período tendría un común denominador: la Ilustración. Todo un nuevo modo de pensar y entender la vida, intentando romper definitivamente los lazos entre la razón y la fe, la religión y la cultura. ¡Qué grandes santos harían falta para contrarrestar tantos desastres y para recristianizar a las masas! Sería necesario el testimonio de grandes apóstoles de la caridad, de predicadores de misiones populares y de educadores. Y por ello Cristo dijo entonces para sí: «Me escogeré para mí a Vicente de Paúl y Luisa de Marillac para dar testimonio de la caridad. Me reservaré para mí como apóstoles del pueblo a Luis María Grignion de Monfort; Leonardo de Puerto Mauricio; Alfonso María de Ligorio; Nóbili en la India; Mateo Ricci en China; Francisco Pallu y las Misiones extranjeras de París; me reservaré como grandes educadores a José de Calasanz, Juan Bautista de la Salle, Marcelino Champagnat...». Pensando en los Ilustrados, infatuados con el culto a la diosa razón, tratando de destruir toda religión que se presentase como revelada, Cristo pensó en confundir su necedad suscitando santos en quienes se dieran fenómenos sobrenaturales, en plena época racionalista. Y Cristo dijo para sí: «Me reservaré para mí a José de Cupertino; Gerardo Mayela; Pablo de la Cruz; Juan María Vianney; María Bernarda Soubirous; Catalina Labouré; María de Jesús Crucificado...». Ante ellos, ¿quién podría negar la existencia de lo sobrenatural? Y vio lo que iba a hacer la Revolución Francesa, y sus mártires, los mártires de Angers y de la Vandeé; y vio las carmelitas decapitadas en la plaza de la Bastilla, subiendo al cadalso cantando... Todo eso con una mirada profética, conociendo los detalles y circunstancias.

        Colgado de la cruz, Cristo vio sucederse a la Ilustración el racionalismo, al racionalismo el liberalismo, al liberalismo el materialismo –primero capitalista y luego marxista–. Haría falta contrarrestar el daño que tantas falacias producirían en la Iglesia principalmente con el testimonio de los valores del Evangelio. «En esta época me reservaré para mí a Gaspar del Búfalo; José Cafasso; Juan Bosco; Antonio María Claret; Gabriel de la Dolorosa; Pedro Julián Eymar; Teresa del Niño Jesús; Charbel Maklouf; Ezequiel Moreno Díaz; Miguel Febres Cordero; Juan Nepomuceno Newmann...».

        Colgado de la cruz, vio a los hombres en la época de la Industria, de los proletariados y de la técnica, buscando soluciones muchas veces al margen de Dios... Entonces Cristo se vio hambriento, sediento, enfermo, cautivo, peregrino, emigrante, desnudo, moribundo, pobre, abandonado, huérfano, niño, joven, anciano... Y dijo para sí: –«Me reservaré para mí hombres y mujeres que me asistan en los necesitados...». Y musitó los nombres de José Benito Cottolengo; María Eufrasia Pelletier; María Micaela del Santísimo Sacramento; Elizabeth Anne Seton; Katherine Daexel; María Josefa Rosello; Francisca Javier Cabrini; Don Luis Orione...».

 

IX

        Colgado de la cruz, Cristo pensó en el convulsionado siglo XX. Vio la crisis modernista de principios de siglo, y dijo para sí: «Me reservaré para mí a José Sarto, que será sucesor de Pedro con el nombre de Pío X». Colgado de la cruz, pensó en cada uno de los santos de nuestro siglo y entonces dijo para sí: «Me reservaré para mí a Damián de Vesteur; María Goretti; Laura Vicuña; Teresa de los Andes; Gema Galgani; Leopoldo Mandic; Pier Giorgio Frassati; José Moscati; Juana Beretta Molla; Alberto Hurtado...».

        Colgado de la cruz, vio las persecuciones de los regímenes totalitarios de nuestro siglo, y eligió a quienes serían sus testigos para esta época: «Me reservaré para mí a Miguel Agustín Pro; Maximiliano María Kolbe; Tito Brandsma; Edith Stein; Benito de Jesús; los 51 mártires de Barbastro; Mons. Vilmos Apor de Hungría, Mons. Eugen Bossilkov de Rumania y el cardenal Stepinac, de Croacia...». Sabía lo que iba a ser ese azote satánico, la persecución más espantosa que jamás haya sufrido la Iglesia en veinte siglos de su historia, la persecución del comunismo, con miles y miles de mártires, muchos de ellos sin nombre, desconocidos por nosotros. Pero conocemos las grandes figuras de los Cardenales Beran, Wyszynski, Mindszenty, Tomasek, Slipyj, Iuliu Hossu, Todea, Korec, Joseph Kung Pin-mei, y Domingo Teng, los 14 obispos ucranianos mártires, el obispo de Barbastro beato Florentino Asencio Barroso, Jerzy Popielusko... A pesar de esa persecución espantosa y satánica, que no ahorró ningún medio para borrar de sobre la faz de la tierra la más remota idea de Dios –pues la esencia del comunismo es ser ateo– sin embargo, Él sabía que lo que estaba pasando y sufriendo, iba a ser fortaleza para todos los que van a sufrir como confesores y fortaleza también para todos los que iban a morir como mártires.

        Colgado de la cruz pensó en todos los grandes santos que nosotros, domingo a domingo, invocamos como protectores en las Letanías de los Santos que rezamos delante del Santísimo Sacramento, pidiendo su intercesión ante Dios, porque sabemos que Él los «predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). ¡Letanías que son una verdadera lección de historia!

 

X

        Jesús también tenía presente todo lo que va a venir, y que nosotros no sabemos. Y Él sí lo sabe. Sabe perfectamente bien cuáles van a ser cada uno de nuestros caminos en este peregrinar por este mundo, con las dificultades con las que nos íbamos a encontrar, con las alegrías que vamos a tener, con los triunfos y los fracasos, ¡con todo...! Y así como para todos los que han pasado durante estos veinte siglos, la cruz fue fuente de consuelo y protección, fue luz y guía, ciertamente lo será también para nosotros si somos dóciles al Espíritu Santo.

        El emperador Constantino, antes de vencer a Majencio en el puente Milvio, aquí cerca, en aquella famosa batalla del 28 de octubre del 312, tuvo el sueño del signo de la cruz: «In hoc signo vincis», se le dijo. «Con el signo de la cruz, vencerás». Como un día a Constantino, también nos dice Jesús a cada uno de nosotros: «In hoc signo vincis».

        Colgado de la cruz, también pensó en la Madre Teresa de Calcuta.

        Y pensó en Juan Pablo II.

        Y pensó en todos los hombres y mujeres que existirán hasta el fin del mundo, porque ¡por todos moría!

        Y Cristo, también, pensó en ti. Y por ti rezó diciendo: «Padre, quiero que los que tú me has dado, también estén conmigo en donde yo esté, para que contemplan mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24).

        En fin, colgado de la cruz vio al pié de la misma, de pié, a María de Todos los Santos y le encomendó ser Madre de todos los hombres y mujeres, de todos los siglos, y como tal, como Madre, estar de pié junto a todas las cruces de todos, en los infinitos Gólgotas que a través de los tiempos se levantarían por doquier, ya que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo» (Pascal)11

Notas

    1 Suma contra Gentiles, IV, 30 (edición de la B.A.C., Madrid, 1968, t. II, p. 769).
    2 Idem, IV, 34, (p. 782).
    3 Adam Mickiewicz, cf. T. 2, 81-85, 87-88; cit. por Henri de Lubac en: La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, Ediciones Encuentro, Madrid 1989, t. II, p. 259. 
    4 El Primado del Sucesor de Pedro, Consideraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, II, 7; L’ Osservatore Romano Nº 46, 13 de noviembre de 1998, p. 9.
    5 Cf. San León Magno, Sermón 84; cit. en Liturgia de las Horas, t. IV, p. 1526.
    6 San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, VI, 3.
    7 Ibid., VII, 2.
    8 Encíclica Quarto abeunte saeculo, 16 de julio de 1892.
    9 Cf. Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, Ediciones del Cruzamante, Bs. As. 1986, p. 252.
    10 De la última exhortación de san Andrés Kim Taegon, presbítero y mártir, Liturgia de las Horas, 20 de septiembre, t. IV, p. 1894.
    11 Pensees, Le mmysterie de Jesus, p. 553.

 

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TESTIMONIOS